…la economía es una ciencia que se ocupa de la especie humana que vive en sociedad dentro de un ambiente finito, o no es nada. Nicholas Georgescu-Roegen* [1]
Carlos Merenson
El Premio Nobel de Economía 2025 fue otorgado a Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt “por haber explicado el crecimiento económico impulsado por la innovación”, con Mokyr recibiendo la mitad del galardón por su trabajo sobre los requisitos para el progreso tecnológico sostenido, y Aghion y Howitt compartiendo la otra mitad por su teoría del crecimiento sostenido mediante la “destrucción creativa”.
Lo que la Academia Sueca valoró, esencialmente, fue la capacidad de estos autores para formalizar teóricamente la relación entre innovación, competencia y desarrollo sostenido: cómo las nuevas tecnologías, al introducir métodos de producción o bienes inéditos, reemplazan estructuras obsoletas, generando un progreso que, en teoría, puede prolongarse indefinidamente si existen instituciones adecuadas, capital humano y apertura al cambio.
En otras palabras, no se trató tanto de premiar el “crecimiento” en sí mismo, sino el esfuerzo intelectual por comprender sus mecanismos endógenos: los resortes dinámicos que permiten mantener el progreso tecnológico como motor de expansión económica. Sin embargo, ya desde el propio comunicado de prensa del Comité del Nobel puede advertirse la dimensión ideológica que atraviesa este reconocimiento.
El oxímoron del “crecimiento sostenido”
El comunicado oficial de la Real Academia de Ciencias de Suecia anunciando el premio llevó por título:
“Muestran cómo las nuevas tecnologías pueden impulsar un crecimiento sostenido.”
A primera vista, se trata de una fórmula neutra, casi de manual. Pero en realidad encierra una contradicción semántica y civilizatoria de gran alcance.
El término “sostenido” alude a aquello que puede mantenerse en el tiempo. Si lo que se mantiene es el crecimiento —es decir, un aumento cuantitativo continuo del producto, de la productividad o del ingreso—, entonces hablamos de una dinámica exponencial, incompatible con un sistema físico finito. Por pura aritmética, un crecimiento constante en el tiempo implica duplicaciones sucesivas que conducen a magnitudes astronómicas en plazos relativamente cortos.
De allí que el concepto de “crecimiento sostenido” sea, en sentido estricto: un oxímoron. En la biosfera, ningún organismo, población o sistema físico puede crecer indefinidamente. Todo proceso material está sujeto a los límites biofísicos, al agotamiento de recursos y al aumento de la entropía. Pretender que la economía pueda expandirse sin fin equivale, como ironizaba Kenneth Boulding, a creer que “el crecimiento infinito es posible en un planeta finito, algo que solo un loco o un economista puede creer”.
La confusión semántica entre crecimiento sostenido y desarrollo sostenible no es banal. El primero designa una expansión cuantitativa; el segundo, una transformación cualitativa orientada a satisfacer necesidades humanas sin comprometer los sistemas que sustentan la vida.
El “crecimiento sostenido” pertenece al imaginario productivista de la modernidad industrial; el “desarrollo sostenible” busca introducir la conciencia del límite. Al confundirlos, como hace el comunicado del Nobel, se neutraliza el potencial crítico del pensamiento ecológico, reabsorbiéndolo dentro de la gramática del crecimiento.
Esta operación discursiva no es inocente: es una forma de poder epistemológico. El discurso económico dominante coopta los conceptos del pensamiento ambiental —sostenibilidad, límites, transición— para vaciarlos de su contenido político y devolverlos al orden de la rentabilidad. Lo “sostenible” deja de ser una advertencia ecológica y se convierte en un adjetivo de marketing que embellece el mismo modelo que produce la crisis planetaria.
El título del Nobel, en ese sentido, no es solo una frase: es una declaración de hegemonía. El “crecimiento sostenido” se presenta como evidencia científica cuando, en realidad, constituye un mito legitimado por autoridad. La ciencia económica vuelve a oficiar de teología secular, reafirmando la fe moderna en que la técnica podrá abolir la finitud material del mundo.
Entre la destrucción creativa y la destrucción extractiva
La teoría de la “destrucción creativa”, heredera de Schumpeter, describe el dinamismo del capitalismo como un proceso en el que las viejas estructuras productivas son reemplazadas por innovaciones más eficientes. En los países del Norte, este paradigma se asocia a ecosistemas de innovación, competencia y progreso tecnológico.
En el Sur Global, sin embargo, la ecuación cambia: la llamada “destrucción creativa” suele degradarse en destrucción extractivista. La innovación no se traduce en diversificación productiva ni en autonomía tecnológica, sino en mayor dependencia: reprimarización, fuga de talentos, devastación ambiental y subordinación a corporaciones globales.
Mientras los centros hegemónicos innovan sobre plataformas digitales o biotecnológicas, las periferias suministran los materiales y energías que sostienen esa innovación: litio, cobre, gas, soja, agua. La creatividad se concentra en el Norte; la destrucción, en el Sur. Esta asimetría genera deuda ecológica: el bienestar del centro se financia con la degradación de las periferias.
La celebración de Milei: la “destrucción creativa” convertida en programa político

El comentario de Javier Milei — “¡Ganó el crecimiento económico! ¡Ganaron los tecno-optimistas y los neoschumpeterianos!”— revela con claridad la lectura ideológica de este Nobel.
Para Milei, el premio confirma su credo: el mercado, liberado de restricciones, genera innovación, y la innovación genera riqueza. En su narrativa, la “destrucción creativa” se convierte en un mandato moral: desregular, privatizar, liberar al capital para que actúe como motor del progreso.
Desde esa perspectiva, las crisis ecológicas y sociales no son advertencias, sino simples “externalidades” que el crecimiento corregirá ex post mediante más tecnología. Es el núcleo del tecno-optimismo anarcocapitalista: la creencia de que no existen límites físicos insuperables, solo problemas de precios e incentivos.
Sin embargo, la economía no puede escapar a las leyes de la termodinámica. La innovación puede mejorar la eficiencia, pero no abolir la entropía. La creencia en una sustitución infinita —pensar que el conocimiento puede reemplazar indefinidamente a la energía y la materia— es una falacia metafísica.
En ese marco, el entusiasmo de Milei expresa algo más que un posicionamiento técnico: es un gesto de fe civilizatoria. Al celebrar “el triunfo del crecimiento”, celebra el triunfo del mito moderno del progreso ilimitado sobre la conciencia ecológica de los límites.
En un país como Argentina, donde el modelo de desarrollo sigue anclado en el extractivismo, la exaltación del crecimiento a cualquier precio refuerza la dependencia estructural. Lo que se destruye no es solo lo viejo, sino también la base natural que sostiene la vida.
Una mirada desde la Ecología Política
La ecología política —como enfoque crítico que articula lo ecológico, lo social y lo político— puede proporcionar un contraste útil frente al tecnoptimismo “clásico”.
Para la ecología política, el crecimiento económico continuo es problemático cuando no se internalizan los límites planetarios ni se contabilizan las deudas ecológicas. Si la destrucción creativa implica reemplazar sistemas productivos sin asumir costos materiales, energéticos o de biodiversidad, el progreso tecnológico puede devenir regresivo desde un punto de vista ambiental.
No basta con producir más “innovación”: hay que analizar quién dispone de los recursos, quién sufre los impactos ambientales, quién se beneficia del crecimiento. Las desigualdades ecológicas (quién respira el aire contaminado, quién sufre inundaciones, quién queda afuera de la infraestructura verde) no se resuelven solo con más innovación.
La ecología política suele insistir en que no todos los problemas ecológicos tienen solución tecnológica. Algunas crisis sistémicas (colapso de ecosistemas, pérdida de biodiversidad, cambio climático) requieren no solo innovación, sino transformación institucional, desprivilegiar sectores extractivistas y adoptar modos de vida más frugales.
Un aporte importante es la necesidad de combinar saberes científicos, técnicos y también saberes locales, populares, comunitarios. El Nobel que se orienta al modelo académico dominante podría invisibilizar las narrativas de quienes viven en territorios afectados por el extractivismo, la contaminación o la degradación.
Incluso si la innovación es esencial, para la ecología política no puede depender exclusivamente del mercado. Aunque la teoría de la “destrucción creativa” destaque competencia y entrada de innovación, desde esta perspectiva se requiere regulación democrática, planificación ecológica, mecanismos de coordinación institucional (por ejemplo, para la transición energética, la conservación de ecosistemas, límites al uso de recursos).
La ecología política no rechaza la innovación; la reorienta. Propone una innovación social y ecológica, orientada al cuidado, la reparación, la eficiencia real y la redistribución.
Esto implica:
- Promover sistemas de innovación locales, abiertos y cooperativos.
- Evaluar el ciclo de vida de las tecnologías en términos materiales, energéticos y sociales.
- Alinear la ciencia con necesidades sociales y ecológicas, no con intereses corporativos.
- Democratizar el conocimiento y la planificación ambiental.
La verdadera creatividad no consiste en destruir, sino en reorganizar la sociedad de acuerdo con los principios de la vida.
Conclusiones
El Nobel de Economía 2025 no es solo un reconocimiento académico: es un síntoma del tiempo histórico. En medio de una crisis civilizatoria marcada por el colapso ecológico, la desigualdad y el agotamiento de los modelos de desarrollo, la Academia Sueca elige reafirmar la fe en la expansión, en la innovación ilimitada y en la capacidad del mercado para reinventarse sin cuestionar su lógica de fondo.
Que Milei celebre este premio no es casualidad: su lectura simplificadora —“ganó el crecimiento económico”— traduce en consigna política lo que el Nobel consagra en lenguaje técnico. Ambos discursos convergen en una misma narrativa: la del progreso como destino y la del crecimiento como sinónimo de vida. En ese relato, la economía sigue siendo el eje ordenador del mundo, mientras la naturaleza y la sociedad quedan subordinadas a su dinámica acumulativa.
Sin embargo, desde la ecología política, lo que se percibe no es una victoria del conocimiento, sino una derrota de la conciencia. El “crecimiento sostenido” al que alude el Nobel es la continuación del mito moderno por otros medios: una ideología travestida de ciencia que pretende ocultar, bajo el brillo de la innovación, el hecho de que vivimos en un planeta con límites físicos y una humanidad con límites morales.
La verdadera disyuntiva no está entre crecimiento o estancamiento, sino entre persistir en la negación del límite o iniciar una transición hacia economías del cuidado, de la suficiencia y de la justicia ecológica.
Mientras el pensamiento económico dominante sigue buscando fórmulas para sostener el crecimiento, el desafío del siglo XXI consiste precisamente en aprender a sostener la vida.
El Nobel de Economía 2025 pasará a la historia como un homenaje al ingenio humano, pero también como un espejo de nuestra ceguera colectiva. Porque, en última instancia, no se trató de premiar a quienes explicaron el crecimiento, sino a quienes todavía se atreven a creer en él.
[1] Georgescu-Roegen, N. (1975). Energy and economic myths. Southern Economic Journal, 41(3), 347-381.

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Gracias Ricardo. Excelente tu recomendación. Aprovecho para hacerte llegar un fuerte abrazo. Carlos
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