No albergo dudas: el colapso ecosocial no solo es posible, sino inevitable. Las señales se multiplican, los puntos de no retorno se acumulan y los plazos de la historia se han vuelto demasiado breves para revertir lo que hemos desatado.

Lo que aquí escribo, lo que difundo en La (Re) Verde, no pretende conjurar lo inconjurable, sino dejar testimonio. Cada texto puede ser leído como una huella, como un fragmento de memoria postcolapso. No se trata solo de un relato de las causas de nuestra ruina, sino también de un destello para orientarse hacia una senda distinta: más sobria, más justa, más convivencial, más humana.

Mi pensamiento no se encuadra estrictamente en ese campo transdisciplinario de la colapsología. Mi enfoque, más que una indagación técnico-analítica, se configura como un testimonio ético y ecosocial, un registro de memoria y advertencia. La diferencia central es de propósito: la colapsología busca describir y analizar escenarios futuros, mientras que mi visión se orienta a sembrar memoria y sentido postcolapso, apelando a la reflexión y a la transmisión cultural. Mis escritos se proponen una función de alerta, al interpelar sobre la alocada carrera hacia la autodestrucción en la que se encuentra abocada la humanidad.

De allí nace la necesidad de pensar cómo vivir en sociedades que ya atraviesan o atravesarán fases de derrumbe. Orientar la acción hacia la resiliencia, la justicia y la convivencialidad, más que hacia la ilusión de restaurar un modelo insostenible. Poner en el centro la reconstrucción de lo humano, lo comunitario y lo ecosistémico después de la caída.

Ahora bien, cuando hablo de colapso no me refiero a un cambio súbito, a un apocalipsis repentino. El colapso ecosocial es un proceso histórico en curso, heterogéneo y desigual.

En lo ambiental, se expresa en eventos climáticos extremos, en la desertificación de amplias regiones, en la subida del nivel del mar, en la degradación y pérdida de los componentes de la diversidad biológica, en la pérdida de suelos fértiles, en incendios forestales cada vez más intensos o en los incontables procesos de contaminación. En lo energético, se manifiesta en con el cenit petrolero y la creciente dificultad para acceder a energías de alta calidad y bajo costo, lo que erosiona economías enteras. En lo social, se traduce en aumento de la pobreza, polarización política, migraciones forzadas y crisis humanitarias, con hambrunas, genocidios o guerras que amenazan escalar hasta el empleo de armas de destrucción masiva.

Si bien avanza de manera desigual en distintos territorios y comunidades, su rumbo es convergente e indetenible. A veces se acelera de forma dramática, otras veces se despliega como un goteo silencioso, pero siempre erosiona las bases de lo vivible. Este carácter procesual explica por qué muchos todavía pueden creer que “no pasa nada” o que todo seguirá igual. Sin embargo, el colapso ya está en curso, y su rostro cambia según el lugar, la escala y el tiempo en que se lo mire. Comprenderlo como proceso nos obliga a abandonar la imagen del “día del fin del mundo” y a reconocer la multiplicidad de desmoronamientos parciales que, sumados, van configurando el derrumbe global de nuestra civilización industrial.

Algunos pilares sostienen esta reflexión. Entre ellos, el reconocimiento de los límites biofísicos del crecimiento, ya señalados por el Informe Meadows, por la bioeconomía de Georgescu-Roegen, por los estudios sobre el colapso de sociedades complejas de Tainter, por la investigación de Diamond sobre civilizaciones desaparecidas y por el concepto de límites planetarios formulado por Rockström.

Pero no se trata solo de límites: asistimos a una convergencia de crisis ecosociales globales derivadas del choque contra tales límites. Cambio climático, pérdida de biodiversidad, agotamiento energético, concentración obscena de la riqueza, aumento de la pobreza y tensiones sociales crecientes.

Se trata de crisis que lejos de ser problemas aislados, resultan interdependientes y mutuamente reforzadas.

El cambio climático agrava la pérdida de biodiversidad y aumenta la vulnerabilidad social. La escasez energética refuerza la dependencia de combustibles fósiles más sucios, lo que acelera el calentamiento global. La concentración de riqueza y el aumento de la pobreza amplifican los conflictos sociales derivados de tensiones ecológicas. Se trata de una dinámica de retroalimentación: cada crisis potencia a las demás. Por eso, pensar en soluciones aisladas (por ejemplo, solo reducir emisiones de CO₂) resulta insuficiente.

De allí surge una certeza incómoda: ya no se trata de preguntar si habrá colapso, sino cuándo y cómo ocurrirá. Ante esto, lo que emerge es una ética postcolapso. Una ética que no centra la acción en evitar lo inevitable, sino en pensar cómo vivir, resistir y recomponer lo humano después del derrumbe del sistema-mundo productivista.

La (Re) Verde es parte de ese esfuerzo: un intento por pensar el final de un modelo civilizatorio, pero también por abrir imaginarios y prácticas para lo que venga después. Porque la memoria del colapso no es solo registro de lo perdido: es también semilla de porvenir, un llamado a imaginar otros modos de habitar la Tierra.

CARLOS MERENSON