Por Carlos Merenson – La (Re) Verde

La imagen de Pawel Kuczynski que acompaña este artículo no remite al mundo minero ni a un caso judicial concreto. Es una alegoría institucional. Muestra a un juez rodeado por fuerzas que lo exceden y lo condicionan, incapaz de ejercer con autonomía la función que le fue confiada. No juzga, no equilibra, no arbitra: su rol aparece desdibujado, capturado por intereses ajenos a la justicia que debería impartir. Esa escena es útil para pensar lo que ocurre cuando una autoridad pública pierde conciencia de su mandato específico y actúa desde un lugar que no le corresponde. Del mismo modo que un juez que abandona la imparcialidad deja de ser juez, una autoridad ambiental que adopta el discurso y las prioridades del extractivismo deja de ejercer la función de tutela que la Constitución y la ley le asignan.

Esa desorientación institucional no es una figura abstracta ni una licencia retórica. Se manifiesta con claridad cuando se observan las intervenciones públicas de quienes, teniendo a su cargo la protección del ambiente, argumentan y se posicionan desde una lógica ajena a esa función.

La intervención del subsecretario de Ambiente de la Nación, Fernando Brom, en el debate por la modificación de la Ley de Glaciares expone con nitidez un problema que excede largamente el contenido puntual del proyecto: el desplazamiento del rol institucional de la autoridad ambiental hacia una lógica ajena a su mandato constitucional. No se trata solo de una defensa política de la iniciativa del Poder Ejecutivo, sino de la adopción explícita de un encuadre discursivo propio de las carteras de Economía y Producción.

El núcleo argumental del subsecretario no gira en torno a la protección de los glaciares como reservas estratégicas de agua, ni a su función ecosistémica, ni a la irreversibilidad de los daños que pueden producirse sobre estos bienes naturales críticos. Por el contrario, el eje de su exposición se estructura alrededor de conceptos como “inseguridad jurídica”, “parálisis de inversiones”, “parálisis regulatoria” y la necesidad de “liberar las fuerzas productivas”. Este léxico no es neutral: pertenece al repertorio clásico de la promoción de inversiones y la desregulación económica, no al de la tutela ambiental.

La Ley de Glaciares aparece así caracterizada no como un instrumento de prevención y resguardo del interés general, sino como un obstáculo al desarrollo productivo. Que esta lectura provenga precisamente de quien tiene delegada la función de protección ambiental resulta particularmente grave. La autoridad ambiental no solo deja de poner en valor el principio precautorio y la lógica de los presupuestos mínimos, sino que reproduce sin mediaciones el discurso que históricamente ha buscado subordinar el ambiente a la rentabilidad de corto plazo.

La apelación al “respeto de la Constitución” y al “federalismo” profundiza esta inversión de sentido. El subsecretario invoca el dominio originario de las provincias sobre los recursos naturales, pero omite deliberadamente el otro componente central del diseño constitucional: la obligación del Estado nacional de establecer presupuestos mínimos de protección ambiental, tal como lo ordena el artículo 41. El federalismo ambiental no es un sistema de competencia desregulada entre provincias, sino una arquitectura jurídica pensada para evitar que la presión económica erosione estándares básicos de protección.

En este marco, la referencia explícita a los reclamos de la Mesa del Litio y la Mesa del Cobre termina de revelar el alineamiento político de la intervención. La autoridad ambiental se presenta como portavoz de los intereses extractivos organizados, no como garante del interés público ni como defensora de bienes comunes estratégicos. La protección del ambiente queda subsumida a la necesidad de “ordenar el Estado” para facilitar inversiones, como si la función regulatoria fuera una anomalía y no una obligación constitucional.

El resultado es un corrimiento funcional evidente: el subsecretario de Ambiente actúa como un funcionario de promoción económica que administra costos regulatorios, no como un responsable de política ambiental que evalúa riesgos, límites ecológicos y daños irreversibles. En su discurso, los glaciares no son sujetos de tutela, sino variables que deben adaptarse a las exigencias del modelo extractivo vigente.

Este desplazamiento no es menor ni meramente retórico. Cuando la autoridad ambiental adopta el punto de vista del capital extractivo, el Estado abdica de su rol de protección intergeneracional y transforma el derecho ambiental en una pieza negociable. La defensa de la reforma a la Ley de Glaciares, tal como fue planteada, no expresa una articulación virtuosa entre desarrollo y ambiente, sino una subordinación lisa y llana de la política ambiental a la lógica económica.

Ese es, en definitiva, el problema de fondo: no que el ambiente dialogue con la economía, sino que Ambiente haya dejado de hablar como ambiente.