Por Carlos Merenson – La (Re) Verde

El autor del artículo que lleva por título: “Peronismo y minería: regalando banderas” nos habla en su primer párrafo de los “estragos del virus del falso ecologismo” refiriéndose a lo que califica como una de las desventuras de los últimos gobiernos peronistas. 

Para Scaletta existiría un “falso ecologismo”, lo que conduce inevitablemente a suponer la existencia de un “verdadero ecologismo” que el autor, sin embargo, nunca define. Ese silencio no es menor: permite inferir que, para Scaletta, el ecologismo legítimo sería aquel que no cuestiona proyectos concretos ni modelos de producción y consumo estructuralmente insostenibles, precisamente los que él defiende con vehemencia. De ese modo, el ecologismo queda reducido a una etiqueta inofensiva, despojada de toda capacidad crítica y política.

Veamos entonces los ejemplos que Scaletta nos ofrece como prueba del accionar del virus del falso ecologismo.

1: El affaire de las granjas de cerdos chinas

Según el autor: una oportunidad de inversión llave en mano que cayó víctima de la geopolítica y de la estupidez de algunos funcionarios de primera línea del gobierno del Frente de Todos”, en una mixtura entre buenismo y el poder de la Embajada de EEUU.

Ahora bien, mientras que, naturalmente, para Scaletta las granjas de cerdos son una oportunidad de inversión, visión economicista si las hay, para el verdadero ecologismo el análisis resulta muy diferente.

Desde una perspectiva ecologista verdadera, la ganadería porcina intensiva es un ejemplo paradigmático de cómo un modelo productivo orientado exclusivamente a maximizar volumen y reducir costos termina externalizando sus impactos sobre los territorios, los cuerpos y los ecosistemas. Su lógica se funda en la concentración de animales, la importación masiva de insumos —piensos, energía, agua— y la exportación de residuos —purines, emisiones, olores—, configurando circuitos metabólicos profundamente desconectados de la capacidad de carga local. Este desacople convierte al territorio en una superficie de sacrificio: acuíferos nitrificados, aire saturado de amoníaco, suelos degradados y comunidades rurales reducidas a zonas de sacrificio, donde el derecho a un ambiente sano queda subordinado a los balances corporativos.

El ecologismo cuestiona este modelo porque contradice la premisa básica de cualquier economía ecológicamente informada: los flujos materiales y energéticos deben estar acotados por la regenerabilidad de los ecosistemas. La cría intensiva desborda esa frontera: intensifica la presión sobre el ciclo del nitrógeno, compromete la salud pública a través de la resistencia antimicrobiana, agrava las emisiones climáticas y erosiona la diversidad socioproductiva del campo. Desde esta óptica, la alternativa no pasa por “mejorar” el modelo industrial, sino por transitar hacia sistemas agroecológicos y de menor escala, vinculados al territorio, que integren bienestar animal, calidad ambiental, empleo digno y soberanía alimentaria.

2: El freno a la salmonicultura en Tierra del Fuego

Todos y cada uno de los análisis del autor responden a una matriz de pensamiento economicista, de allí que, para Scaletta, la salmonicultura en Tierra del Fuego no es otra cosa que una “alternativa de diversificación productiva para la súper subsidiada isla”.

Desde la óptica ecologista verdadera, los proyectos de salmonicultura en Tierra del Fuego, antes que un modelo de diversificación productiva, son iniciativas que condensan un conjunto de riesgos ecológicos, sanitarios y territoriales incompatibles con la fragilidad y singularidad de los ecosistemas australes. La lógica industrial de las jaulas flotantes —alta densidad de peces, uso intensivo de alimentos, antibióticos y químicos, y descargas permanentes al entorno— genera una presión que los ecosistemas fueguinos no están en condiciones de absorber. Las corrientes frías, los canales estrechos y la baja capacidad de renovación de las aguas potencian la acumulación de nutrientes, materia orgánica y patógenos, poniendo en riesgo no solo la biodiversidad nativa, sino también la integridad de los servicios ecosistémicos que sostienen la pesca artesanal y el turismo de naturaleza.

A ello se suma el riesgo biológico más temido: el escape de salmones exóticos. Convertidos en invasores potenciales, pueden depredar fauna nativa, competir por alimento y alterar de manera irreversible las tramas tróficas australes. La experiencia chilena constituye para el ecologismo una advertencia explícita: proliferación de enfermedades, degradación de fondos marinos, crisis sanitarias recurrentes y comunidades locales sometidas a un modelo extractivo que concentra beneficios en pocos actores mientras distribuye daños en el territorio. En ese espejo, Tierra del Fuego aparece más vulnerable aún, porque sus ecosistemas son menos resilientes y su matriz productiva depende precisamente de su estado prístino.

Por estas razones, el ecologismo verdadero sostiene que introducir salmoneras en Tierra del Fuego implica transformar uno de los últimos márgenes relativamente indemnes del planeta en un laboratorio de alto riesgo. El rechazo no surge de un ambientalismo romántico, sino de una evaluación ecológica estricta: la salmonicultura industrial es incompatible con la conservación de los fiordos, con la soberanía productiva del litoral y con la vocación biocultural del territorio. En este enfoque, la protección del mar austral no es un freno al desarrollo, sino una condición para modelos económicos diversificados, de bajo impacto y anclados en la singularidad ecológica que define a la región.

3. La prohibición de la instalación de una central nuclear en el territorio provincial de Chubut

Aunque no lo explicite, cabe suponer que para el autor la construcción y operación de una central nuclear constituye otra oportunidad de inversión, y que valora esta fuente de energía de manera marcadamente positiva. Esa omisión no es casual: se inscribe en una mirada que privilegia la expansión de la oferta energética y la lógica de la inversión por sobre la discusión de sus riesgos, costos de largo plazo y controversias socioambientales.

Para el ecologismo verdadero, las centrales nucleares representan una tecnología cuya promesa de energía “limpia” oculta una serie de impactos y riesgos estructurales que las vuelven incompatibles con un modelo energético verdaderamente sostenible, descentralizado y democrático. El cuestionamiento no se limita a los accidentes de gran escala, aunque estos ocupen un lugar central —Three Mile Island, Chernóbil, Fukushima—, sino a la lógica misma del ciclo nuclear: un sistema altamente centralizado, intensivo en capital, dependiente de materiales finitos y generador de residuos radiactivos cuya gestión segura no está resuelta a escalas de tiempo compatibles con la civilización humana.

Desde esta perspectiva, la energía nuclear introduce pasivos ambientales y tecnológicos de duración milenaria, transfiere riesgos a generaciones futuras y exige un aparato estatal y técnico extremadamente sofisticado para garantizar su funcionamiento seguro. Además, el ciclo de vida completo —extracción de uranio, enriquecimiento, construcción y desmantelamiento de centrales— no está exento de impactos ambientales severos ni de consumos energéticos significativos. El ecologismo observa que estos costos suelen quedar invisibilizados cuando se presenta a la nuclear como una alternativa “cero emisiones”.

A ello se suma la dimensión político-institucional: la energía nuclear refuerza estructuras centralizadas de poder, requiere marcos de seguridad opacos y se articula históricamente con complejos militares o de doble uso. En este punto, la objeción ecologista no es solo ambiental, sino también democrática: un sistema energético sostenible debe reducir vulnerabilidades, distribuir capacidades y fortalecer la autonomía local, no concentrar infraestructura crítica en pocas instalaciones susceptibles de fallas, atentados o mala gestión.

En síntesis, el ecologismo considera que la nuclear es una tecnología de alto riesgo, alto costo y alta dependencia institucional que posterga problemas, multiplica vulnerabilidades y desvía recursos que podrían destinarse a un modelo energético basado en eficiencia, ahorro, descentralización, energías renovables y gestión integrada de la demanda.

Para mayor información sobre la posición del ecologismo en materia de Energía Nuclear ver: https://lareverde.com/energia-nuclear-no-gracias/

4. La peor herencia del falso ambientalismo al interior del Peronismo: el discurso antiminero.

Aquí el autor parte de calificar a la llamada “megaminería” como: minería de vanguardia tecnológica y la única que puede internalizar con facilidad los costos adicionales del cuidado ambiental.

Otra afirmación de Scaletta es que no hay minería más contaminante, y mortífera para quienes la practican, que la pequeña, la artesanal. 

Considera que la oposición del ecologismo a la megaminería no es otra cosa que una estigmatización pseudo ambientalista.

Desde una perspectiva del verdadero ecologismo, la idea de que la “megaminería” constituye una actividad de “vanguardia tecnológica” capaz de internalizar con facilidad los costos ambientales es, en el mejor de los casos, una simplificación y, en el peor, una operación retórica que confunde escala con control. La experiencia comparada —incluyendo países con regulaciones estrictas— muestra que, a mayor escala extractiva, mayores son también los volúmenes de remoción, los consumos de agua y energía, la generación de estériles y la acumulación de pasivos. La tecnología puede mejorar ciertos procesos, pero no puede anular la naturaleza física de la actividad: mover millones de toneladas de roca, emplear sustancias tóxicas y generar residuos que requieren manejos de largo plazo. En términos ecosistémicos, la “vanguardia” no es un salvoconducto, porque ninguna innovación elimina la asimetría central: impactos de décadas frente a beneficios económicos de ciclo corto.

Respecto de la comparación entre megaminería y minería artesanal, el ecologismo rechaza la falsa dicotomía. La minería artesanal puede ser altamente contaminante y riesgosa, pero ello no convierte automáticamente a la megaminería en una alternativa inocua. Lo que diferencia a una y otra no es un gradiente moral, sino la escala del riesgo: en la minería a gran escala, un deslizamiento de dique de cola, una rotura de tuberías, una falla en la gestión de soluciones cianuradas o una mala práctica operativa generan impactos de magnitud masiva, sobre cuencas completas y durante décadas. La exposición a peligros puede ser menor para los trabajadores bajo protocolos industriales, pero los riesgos para la población y los ecosistemas circundantes se amplifican por la volumetría del proceso. Reducir el debate a “pequeña mala, grande buena” es esquivar la discusión de fondo: cuáles son los límites ecológicos y sociales aceptables para cada territorio.

Finalmente, la acusación de que el ecologismo “estigmatiza” la megaminería constituye una inversión de responsabilidades. Lo que el ecologismo plantea no es un rechazo ideológico, sino una evaluación crítica basada en la evidencia: allí donde se instalaron emprendimientos de gran escala, se verificaron conflictos hídricos, contaminación acumulativa, degradación de cuencas, pasivos no remediados, dependencia fiscal, enclaves con escaso encadenamiento local y una gobernanza debilitada por la asimetría entre corporaciones y comunidades. No se trata de estigmatizar, sino de reconocer que la megaminería opera bajo una lógica extractiva que tensiona los límites biofísicos y la autodeterminación de las comunidades. La verdadera pregunta no es si la tecnología permite “internalizar costos”, sino si un territorio está dispuesto a asumir impactos irreversibles para sostener un modelo de desarrollo que, históricamente, externaliza más de lo que promete.

5. Ejemplos de la estigmatización de la minería

Aquí Scaletta ejemplifica con:

  • El rechazo a la explotación de uno de los principales yacimientos de plata del país, el de cerro Navidad.
  • Las sucesivas prohibiciones de la minería de uranio en distintas provincias. 
  • El freno al desarrollo de la minería metalífera en Mendoza.

Desde una perspectiva verdaderamente ecologista, los ejemplos citados por Scaletta no prueban la existencia de una “estigmatización” irracional, sino algo muy distinto: la emergencia de sociedades que, informadas por su experiencia y por las características concretas de sus territorios, han decidido poner límites a actividades de alto impacto. Cada caso aludido responde a contextos socioambientales específicos y a evaluaciones comunitarias sobre riesgos, disponibilidad hídrica, gobernanza y sostenibilidad, no a un prejuicio abstracto contra la minería.

Cerro Navidad no fue objetado por ser un “yacimiento de plata”, sino por su localización en una provincia con estrés hídrico estructural, una cuenca frágil y una historia reciente de conflictos socioambientales no resueltos. El cuestionamiento ecologista se apoyó en un diagnóstico claro: la megaminería metalífera en zonas semiáridas implica consumos de agua desproporcionados, riesgos de contaminación y una dependencia económica que refuerza modelos extractivos. La resistencia social no fue expresión de una estigmatización, sino de una evaluación territorial del riesgo que ni el proyecto ni el Estado lograron atender.

Las prohibiciones provinciales al uranio tampoco son fruto de mitos, sino de la naturaleza particular de este mineral, cuyo ciclo extractivo conlleva impactos radiológicos, residuos de larga vida y exigencias de control que la Argentina, en muchas jurisdicciones, no ha demostrado estar en condiciones de garantizar de manera robusta. La minería de uranio presenta riesgos cualitativamente distintos a los de otros minerales: generación de colas radiactivas, drenajes ácidos con radionúclidos, contaminación del aire por radón y residuos que permanecen peligrosos por siglos. En territorios donde la capacidad estatal es limitada, la decisión de prohibir no es estigmatizar: es aplicar el principio precautorio.

En Mendoza, el freno a la minería metalífera tiene un fundamento aún más claro: el agua. La provincia posee uno de los regímenes hídricos más escasos y regulados del país, y su economía —agroindustria, vitivinicultura, turismo— depende de la calidad y disponibilidad de ese recurso. El rechazo no se explica por un imaginario antiminero, sino por la incompatibilidad entre una matriz productiva que vive del agua y una actividad que, por definición, altera cuencas, maneja sustancias tóxicas y genera pasivos de larga duración. La defensa de la Ley 7722 fue una afirmación de racionalidad ecológica y económica, no un gesto de estigma.

En síntesis: los casos citados por Scaletta no revelan una supuesta demonización de la minería, sino algo más profundo y legítimo: comunidades que, frente a proyectos de alto impacto, reclaman certeza ambiental, seguridad hídrica y control democrático del territorio. Lejos de ser estigmatización, es ejercicio de soberanía ecológica y defensa de bienes comunes estratégicos.

6. El discurso antiminero le mintió a la población

Scaletta considera que el “falso ecologismo” desarrolla un discurso apocalíptico con su caballito de batalla: “el agua”, el peligro de que las regiones potencialmente mineras verían sus recursos hídricos evaporados o contaminados, situación de la que no existe antecedente alguno. 

A manera de  ejemplo para el autor, el peor accidente ambiental minero registrado en el país: la fuga de solución cianurada de la mina Veladero, no dejó ninguna secuela ambiental.

También, en una suerte de elogio a la catástrofe, nos ilustra sobre las buenas consecuencias que tuvo para el aprendizaje para un monitoreo más estrecho de las autoridades mineras sanjuaninas, que hoy monitorean con cámaras online las válvulas que alguna vez fallaron.

Desde una mirada ecologista verdadera, la acusación de que el “discurso antiminero” mintió a la población no solo desconoce la evidencia acumulada en Argentina y en la región, sino que invierte la carga de la prueba: son los proyectos de gran minería los que, una y otra vez, han prometido impactos controlables y “accidentes imposibles”, para luego exhibir fallas estructurales en su operación y en la capacidad estatal de fiscalizarlos. La centralidad del agua en estos debates no surge de un supuesto apocalipticismo, sino de una constatación elemental: la megaminería metalífera opera en zonas cordilleranas donde nacen cuencas estratégicas, utiliza grandes volúmenes de agua y sustancias peligrosas, y genera residuos con potencial de contaminación de largo plazo. En territorios semiáridos, donde el agua define la vida social y económica, minimizar estos riesgos es simplemente irresponsable.

El caso Veladero, que Scaletta presenta como prueba de inocuidad, muestra lo contrario. Hubo múltiples derrames de solución cianurada; en varios episodios se detectaron metales y sustancias en valores anómalos aguas abajo; la justicia abrió causas, multó a la empresa y verificó incumplimientos; y el propio Estado provincial reconoció fallas en el manejo y en el control. Sostener que “no dejó ninguna secuela ambiental” es desconocer que la contaminación minera no siempre se expresa en un único evento visible, sino en procesos acumulativos, alteraciones químicas del agua, afectación de glaciaretes y permafrost, y pasivos que requieren monitoreo permanente. Si la “huella” de un derrame depende únicamente de lo que una minera o un gobierno declara, entonces la evaluación ambiental deja de ser un proceso científico y se convierte en un acto de fe.

Más grave aún es presentar el accidente como un episodio afortunado porque “permitió aprender”. El ecologismo rechaza frontalmente esta lógica del “ensayo y error” en las cabeceras de cuencas: cuando se trata de glaciares, periglaciares y ríos que abastecen poblaciones enteras, no hay margen para la pedagogía por catástrofe. La verdadera prevención no consiste en instalar cámaras después del derrame, sino en evitar situar mega emprendimientos en zonas donde un evento operativo —una válvula, una rotura, un dique saturado— puede comprometer bienes comunes irreemplazables.

La pregunta de fondo no es si todas las cuencas quedaron devastadas, sino si una sociedad está dispuesta a aceptar riesgos irreversibles a cambio de beneficios económicos de ciclo breve y altamente concentrados. Lo que Scaletta llama “falso ecologismo” es, en realidad, una demanda racional: garantizar que la matriz productiva no ponga en juego los sistemas hídricos que sostienen la vida y las economías más sensibles del país. En contextos de escasez, cambio climático y debilidad regulatoria, no es alarmismo; es previsión.

7. El conflicto absurdo con Uruguay por la papelera

Para el autor además de tratarse de un conflicto absurdo, la industria de celulosa en Uruguay se desarrolla sin que el apocalipsis hídrico se haya producido.

Desde una perspectiva ecologista verdadera, calificar como “absurdo” el conflicto por la instalación de plantas de celulosa en la cuenca del río Uruguay implica desconocer que lo que estuvo en juego no era un prejuicio nacionalista ni un miedo infundado, sino la defensa de un curso de agua compartido cuya integridad ecológica condiciona la salud, la producción y la vida social de ambas márgenes. El cuestionamiento no surgió de la idea de que “se produciría un apocalipsis hídrico”, sino de la preocupación por un modelo industrial intensivo en agua, generador de efluentes con compuestos orgánicos, nutrientes y sustancias químicas específicas, que exige niveles de control, monitoreo y transparencia extraordinariamente robustos. En cuencas binacionales, donde los impactos de un actor se distribuyen sobre territorios ajenos, el principio precautorio no es un exceso: es el fundamento mismo del derecho ambiental internacional.

Afirmar que, como no hubo “apocalipsis” la preocupación era absurda es, de hecho, una forma de trivializar la naturaleza de los riesgos. Las plantas de celulosa modernas pueden operar con estándares más estrictos, pero eso no anula la potencialidad de impactos acumulativos en aguas, sedimentos y biodiversidad; tampoco resuelve las tensiones asociadas al crecimiento exponencial de monocultivos forestales destinados a alimentar la industria, con efectos sobre el balance hídrico, la disponibilidad de suelos y la estructura rural. El ecologismo no se mide por la espera de un colapso final, sino por la evaluación de cargas ambientales, la prevención de daños y la defensa de la gobernanza compartida de los cursos de agua.

En este sentido, el conflicto no fue absurdo: fue el síntoma de la falta de mecanismos robustos de consulta, cooperación y monitoreo binacional. Un curso de agua compartido exige decisiones informadas, participación ciudadana y garantías mutuas de que los usos industriales no comprometerán su resiliencia. El hecho de que no se haya producido un desastre no invalida las razones que motivaron la oposición; por el contrario, evidencia que los conflictos ambientales no se resuelven descalificando a quienes los plantean, sino construyendo instituciones y políticas capaces de dar respuestas serias a riesgos reales.

8. El “ambientalismo popular” y la ley de glaciares

Para Scaletta, la Ley de Glaciares sería —de manera irónica— una “legislación de vanguardia”, en la medida en que, según afirma, no se habría replicado en ningún otro lugar del mundo. A su entender, su verdadero objetivo no sería la protección de las reservas estratégicas de agua, sino el bloqueo de la actividad minera mediante la inclusión de las supuestamente imprecisas y “cuasi indefinidas” áreas periglaciares.

Desde la mirada ecologista verdadera, presentar la Ley de Glaciares como una norma “excepcional” cuyo verdadero objetivo habría sido bloquear la minería es una distorsión que desconoce el núcleo de la cuestión: la protección de las reservas estratégicas de agua en un país atravesado por el retroceso glaciar y el estrés hídrico creciente. La ley no surgió de un capricho ni de una cruzada ideológica, sino de la constatación científica y social de que los glaciares y el ambiente periglacial cumplen funciones ecosistémicas críticas: almacenan agua, regulan caudales, alimentan ríos en épocas de estiaje y sostienen la integridad de cuencas de las que dependen millones de personas. En este contexto, legislar para protegerlos no es vanguardia excéntrica, sino una necesidad de supervivencia ecológica y económica.

La afirmación de que la ley fue diseñada “para frenar la minería” invierte la relación entre medio y fin. Lo que la norma establece es que ciertas actividades de alto impacto —incluida la megaminería— no pueden desarrollarse en áreas donde pondrían en riesgo reservas hídricas esenciales. No se trata de prohibir la minería por principio, sino de impedir que se instale en zonas intrínsecamente incompatibles con su funcionamiento seguro. El concepto de “áreas periglaciares” no es una invención indefinida, sino una categoría geomorfológica e hidrológica ampliamente reconocida, que identifica ambientes cuya estabilidad es particularmente sensible a actividades que remueven suelos, utilizan explosivos, generan vibraciones o manipulan sustancias peligrosas.

Si la ley es singular en el mundo, no es porque sea irracional, sino porque responde a una realidad geográfica específica: Argentina posee una porción significativa de las reservas de agua sólida de América del Sur en regiones áridas y semiáridas. Proteger glaciares y periglaciares es, por tanto, proteger el corazón hídrico del país. El ecologismo no ve en la Ley de Glaciares un instrumento contra nadie, sino un límite civilizatorio básico: hay territorios donde los riesgos asociados a ciertas actividades no pueden gestionarse mediante “mejores prácticas”, porque lo que está en juego —el agua— es un bien común irremplazable.

En suma, la ley no bloquea la minería: establece que el desarrollo productivo debe subordinarse a la integridad de los sistemas hídricos. Considerarlo un obstáculo es asumir que la actividad extractiva tiene derecho a operar incluso donde compromete las condiciones materiales de la vida. El ecologismo sostiene lo contrario: sin agua segura y ecosistemas funcionales, no hay desarrollo posible.

Elogio a la provincia de Mendoza

Aquí Scaletta festeja que la legislatura mendocina haya terminado con el prohibicionismo y habilitado el avance del importante proyecto cuprífero San Jorge que implica una inversión inicial de 650 millones de dólares y la demanda de cerca de 4000 empleos durante la construcción. 

Para el autor, el retraso en avanzar con la minería en Mendoza no responde a la preocupación por el agua, sino al temor de las elites agro vitícolas por el impacto de la nueva actividad en los costos de la mano de obra.

Desde una perspectiva ecologista verdadera, presentar la habilitación del proyecto San Jorge como una “buena noticia” porque promete inversión y empleo equivale a reducir el debate socioambiental a una contabilidad simplificada que omite los costos sistémicos que una actividad de alto impacto puede generar en una provincia cuya economía, identidad y viabilidad dependen del agua. En Mendoza, el agua no es un argumento retórico; es un principio organizador del territorio. Allí donde cualquier alteración en calidad o disponibilidad hídrica puede comprometer cadenas productivas completas, ecosistemas frágiles y el abastecimiento humano, minimizar los riesgos para celebrar cifras de inversión es confundir coyuntura económica con sostenibilidad territorial.

Los números que Scaletta destaca —650 millones de dólares y miles de empleos temporales— deben leerse en su contexto: son beneficios de ciclo corto, concentrados en la etapa de construcción y sin garantía de encadenamientos duraderos. Los costos potenciales, en cambio, recaen sobre cuencas cordilleranas cuya degradación sería irreversible. El ecologismo sostiene que ningún análisis serio puede prescindir de esta asimetría: los impactos sobre agua, suelos, glaciaretes, biodiversidad y paisaje son de largo plazo, mientras que las ganancias privadas y los empleos directos son transitorios y altamente volátiles. La pregunta de fondo no es cuántos millones ingresan hoy, sino qué queda después para la provincia.

La tesis de que la resistencia mendocina a la megaminería responde al “temor de las élites agro-vitícolas” también desatiende la evidencia. La defensa de la Ley 7722 involucró a productores pequeños y medianos, sindicatos, organizaciones ciudadanas, asambleas territoriales, especialistas en hidrología y sectores urbanos sin vinculación con el agro. Fue una movilización transversal porque el agua es un bien común estructural, no un recurso sectorial. Atribuir la oposición a un lobby empresarial es, además de inexacto, una forma de deslegitimar la racionalidad ecológica y democrática que sostuvo años de debate público.

En Mendoza, el conflicto no es entre vitivinicultores y mineras, sino entre dos modelos territoriales: uno basado en actividades que requieren agua de alta calidad y cuencas saludables, y otro que introduce riesgos que ninguna tecnología puede anular por completo. El ecologismo no niega la necesidad de diversificar la economía; señala que esa diversificación no puede realizarse a costa del recurso que hace posible toda la vida económica de la provincia. Si proteger el agua se interpreta como “prohibicionismo”, el problema no es ambientalista: es conceptual. La cuestión central es reconocer que, en territorios hídricamente críticos, la primera obligación del Estado es garantizar la seguridad ecológica del bien más estratégico que posee.

Crítica al peronismo mendocino

Para Scaletta, el peronismo mendocino habría vuelto a quedar asociado al prohibicionismo de actividades productivas, apelando —según su interpretación— a los argumentos del “falso ambientalismo”, en particular al uso del agua. En ese marco, el autor sostiene que el proyecto San Jorge consumiría un volumen hídrico equivalente al de una explotación agrícola de 35 hectáreas.

En primer lugar, no es cierto que la oposición al Proyecto San Jorge pueda reducirse a un “prohibicionismo” o a un “falso ambientalismo” centrado en el agua. La resistencia mendocina no nació de un rechazo abstracto a la actividad productiva, sino del análisis concreto de tres dimensiones indisociables: la fragilidad hídrica, la gobernanza del territorio y la incompatibilidad del proyecto con los límites ecosistémicos de una provincia árida cuyo principal capital estratégico es el agua.

Respecto del consumo hídrico, el argumento de que la mina usaría “lo mismo que 35 hectáreas agrícolas” constituye una falacia técnica y política. En Mendoza no se compara un uso con otro como si fueran intercambiables: se evalúa la localización, la calidad del agua comprometida, el régimen legal de usos, la escala del riesgo y la capacidad de control estatal. La agricultura utiliza agua en un ciclo abierto, en zonas ya habilitadas para riego y dentro de una matriz productiva sustentadora del empleo local; una mina metalífera usa agua en un proceso cerrado con químicos, en cabecera de cuencas, con potencial de drenajes ácidos y pasivos ambientales de larga duración. Equiparar ambos usos desconoce la naturaleza misma del riesgo hidro ambiental.

Además, el cálculo presentado por Scaletta invisibiliza el carácter estructural de la crisis hídrica mendocina: la provincia atraviesa una sequía prolongada, con ríos por debajo de sus medias históricas y con un sistema de distribución sometido a tensiones crecientes. En ese contexto, introducir una actividad de alta sensibilidad hídrica en la precordillera no es una decisión técnica, sino política, y debe leerse como una apuesta a la expansión extractiva en zonas que cumplen funciones ecosistémicas críticas.

Finalmente, es falso que el peronismo mendocino haya actuado bajo una lógica prohibicionista. Lo que expresó —junto con amplios sectores sociales— fue un principio básico de política pública: cuando el principal activo no renovable es el agua, la racionalidad indica protegerlo por sobre cualquier actividad incompatible. Se trató, en suma, de defender el interés general frente a un proyecto con altos riesgos, escaso derrame local y una rentabilidad concentrada, una vez más, en operadores externos.

La oposición al Proyecto San Jorge fue, y sigue siendo, una defensa de la seguridad hídrica, de la integridad territorial y de la democracia ambiental. Llamarla “falso ambientalismo” no solo minimiza la racionalidad de la resistencia social, sino que desconoce la matriz eco-social que hizo de Mendoza un ejemplo nacional de movilización ciudadana informada y consistente.

Cediendo banderas históricas y constitutivas: la producción.

Scaletta considera esta situación particularmente preocupante porque, a su entender, el peronismo habría cedido ante un neoliberalismo extremista y abiertamente anti industrial una de sus banderas centrales: la producción, como consecuencia de lo que describe casi como una pandemia del “virus del falso ecologismo”. Desde esa lectura, recuerda que la minería argentina tuvo un fuerte impulso estatal a través de Fabricaciones Militares, emblema del industrialismo peronista, que exploró y explotó yacimientos estratégicos —desde uranio hasta litio— bajo una lógica de integración productiva y soberanía nacional. En ese marco, presentar al peronismo como antiminero a partir de la carta de Perón de 1972 implicaría, para el autor, desconocer su propia trayectoria histórica, fundada en la convicción de que no hay soberanía militar ni industrial sin control público de los recursos minerales.

El planteo parte de un diagnóstico errado: no hay un peronismo “entregando” la bandera de la producción al neoliberalismo, sino un proceso más profundo y complejo en el que la redefinición de qué entendemos por producción, desarrollo y soberanía está en disputa. Lo que aparece como “abandono” es, en realidad, la actualización de una tradición que siempre combinó industrialismo, justicia social y conducción política del proceso económico.

Es cierto que Fabricaciones Militares fue un emblema del industrialismo peronista y que su lógica de integración vertical —del mineral al alto horno, del uranio al reactor— formó parte de un proyecto nacional de autonomía técnica. Pero utilizar ese antecedente para justificar megaminería transnacional en 2025 es un salto conceptual injustificado. La DGFM operaba bajo una premisa que hoy está ausente: control público integral, planificación estatal de los encadenamientos productivos, localización estratégica, protección ambiental efectiva y destino nacional del valor agregado. Nada de eso está presente en los proyectos extractivos contemporáneos.

La comparación histórica, además, desconoce un dato central: el contexto ecológico y energético ha cambiado radicalmente. El Mensaje a los Pueblos y Gobiernos del Mundo que Perón dio a conocer en 1972, lejos de habilitar cualquier forma de explotación, advertía sobre los límites del modelo civilizatorio y la necesidad de evitar que la técnica se vuelva destructiva. La “tercera posición” era una crítica a la dependencia y al saqueo, no una licencia para la depredación ilimitada bajo bandera nacional.

El punto más débil del argumento es asumir que toda minería equivale a soberanía. La DGFM no extraía para exportar concentrados ni para beneficiar capitales extranjeros; extraía para un proyecto de industrialización sustantiva, con encadenamientos de alto valor agregado y con una inserción económica diseñada por el Estado. La megaminería actual —financiada, operada y regulada bajo parámetros dictados por las corporaciones— implica exactamente lo contrario: enclaves, drenaje de rentas, riesgos socioambientales no internalizados y escasa industrialización local. No es continuadora de la DGFM; es su negación estructural.

Por eso, cuando sectores del peronismo provincial se oponen a proyectos como San Jorge, no están renunciando a la producción: están evitando que el adversario vacíe de contenido esa palabra. Defender el agua, el territorio y la gobernanza democrática de los bienes comunes no es anti industrialismo; es proteger las condiciones materiales sin las cuales no hay industria posible.

La verdadera claudicación no es del peronismo que cuestiona proyectos inviables; es del peronismo que confunde soberanía con extractivismo sin control y que entrega, ese sí, su identidad histórica al neoliberalismo minero.

Conclusión

En síntesis, la tradición productiva del movimiento no se reivindica mediante la repetición mecánica de esquemas del pasado, sino ejerciendo su rasgo fundante: pensar el desarrollo desde el interés nacional, los límites ecosistémicos y la justicia social. Allí donde la megaminería contemporánea erosiona esos tres pilares, el peronismo que se planta no es un peronismo arrepentido, sino un peronismo lúcido, consciente de que no hay soberanía posible sobre territorios degradados ni sobre bienes comunes comprometidos.

El análisis crítico del artículo en cuestión enfrenta, en rigor, dos concepciones antagónicas del desarrollo. Por un lado, aquella que reduce la producción a la extracción acelerada de recursos y a la expansión de rentas de corto plazo; por otro, la que reconoce que sin agua, suelos fértiles, ecosistemas funcionales y participación social efectiva no hay producción que perdure ni proyecto nacional sostenible. En ese marco, hablar de “entrega de banderas” supone una inversión peligrosa: no son quienes defienden la heredad natural de la patria los que abandonan el legado peronista de soberanía y planificación, sino quienes buscan reescribirlo para legitimar un modelo extractivo corto de miras, ajeno a la integralidad del proyecto nacional que alguna vez se reclamó propio.

Lo que finalmente revela el texto de Scaletta no es la existencia de un supuesto “virus del falso ecologismo”, sino la persistencia de uno mucho más dañino: el del productivismo acrítico, que reduce la política a la mera administración de recursos y concibe a la naturaleza como una fuente inagotable de insumos. Frente a esa matriz, el ecologismo no entrega banderas; por el contrario, las recupera y las actualiza: la de la soberanía hídrica, la de la justicia territorial, la de la planificación democrática y, sobre todo, la de un proyecto nacional capaz de pensarse más allá de la renta inmediata. Si hubo una entrega, no provino de quienes defendieron glaciares, cuencas y comunidades, sino de quienes confunden desarrollo con expansión de fronteras extractivas y progreso con aumento de escala.

El verdadero ecologismo no se opone a la producción: solo aspira a contribuir a la construcción de una patria socialmente justa, económicamente independiente, políticamente soberana y, necesariamente, ecológicamente prudente.