Otra vez de pie: Mendoza frente al Proyecto San Jorge

Por Carlos Merenson – La (Re) Verde

En diciembre de 2019, el pueblo mendocino escribió una página imborrable de su propia historia: se puso de pie en defensa de su derecho constitucional a un ambiente sano, por la protección del agua, por la integridad de sus territorios y por la memoria de quienes entendieron que las decisiones productivas no se limitan a un cálculo contable, sino que definen el tipo de civilización que habitamos y legamos.

Fue entonces cuando La (Re) Verde publicó un artículo que hoy bien podemos considerar la primera parte de esta historia: “Al Gran Pueblo Mendocino Salud – Parte I”. (https://lareverde.com/2019/12/28/al-gran-pueblo-mendocino-salud/)

En aquella ocasión, Mendoza se puso de pie, también, para cumplir con su deber: preservar ese mismo ambiente para las generaciones que vendrán —las que no votan, las que no consumen, pero serán quienes sufran o celebren nuestras decisiones.

Hoy, ante el avance del Proyecto San Jorge, esa memoria vuelve a vibrar en las calles —y vuelve a desafiar el apuro, las promesas fáciles y las urgencias fabricadas.

La narrativa repetida: los mismos cantos de sirena, otras voces que los entonan

Resulta sorprendente —aunque ya no tanto— observar cómo buena parte de la dirigencia política insiste en presentar a la minería a gran escala como generadora de empleo, la llave del desarrollo provincial y la salvación económica ante cualquier crisis.

San Jorge se promociona con cifras de inversión en escalas de cientos de millones de dólares, con miles de empleos prometidos y un futuro de “diversificación económica” atado a un único producto primario destinado al mercado global. Una vez más: exportar naturaleza barata para importar sueños caros.

Es el mismo libreto que conocimos décadas atrás con las privatizaciones, con la lluvia de inversiones, con la ilusión de convertirnos en potencia por el simple hecho de entregar nuestros recursos naturales a precio de remate.
El mismo libreto, distinto reparto.

Cuando se promete sostenibilidad, pero se exige permiso para contaminar

Cada vez que reaparece un proyecto extractivo, reaparece también la fórmula que pretende disipar cualquier duda: “será sostenible”. Esa palabra —tan invocada como desfigurada— debería alertar más que tranquilizar cuando se utiliza sin demostrar condiciones mínimas de verdad.

Hoy se repite el libreto: se asegura que no habrá sustancias prohibidas, que la tecnología resolverá impactos y que el control será estricto. Pero la sostenibilidad no se declama: se demuestra. Y hasta ahora, quienes más deberían probar su inocuidad ambiental no lo han hecho.

La experiencia de provincias mineras consolidadas desmiente la euforia discursiva. Catamarca —dos décadas después— continúa entre los niveles más bajos de desarrollo. San Juan, con una de las explotaciones más grandes del continente, muestra el mismo contraste entre riqueza extraída y pobreza persistente.

Mientras tanto, Mendoza y Chubut —provincias que han resistido este modelo— lideran indicadores de desarrollo humano y exhiben menores niveles de pobreza multidimensional.

La evidencia es tozuda: cuando la lógica es extractiva, el territorio se empobrece.

Por qué la minería a gran escala no puede calificarse como “sostenible”

Cuando se usa el calificativo “sostenible”, suele quedar flotando como sinónimo de responsabilidad ambiental. No obstante, la sostenibilidad implica mucho más que buenas intenciones: supone límites materiales, equilibrio, justicia territorial y visión de largo plazo. Y porque exige rigor y precisión conceptual, no basta con invocarla: es imprescindible examinar si la actividad de la que hablamos cumple con las condiciones mínimas que la sostienen.

Hablar de “minería sostenible” puede funcionar bien en folletos, eslóganes y discursos apresurados, pero no resiste un análisis serio ni una caminata por los territorios afectados.

En tiempos donde todo pretende colorearse de verde —desde los bancos hasta las petroleras— la palabra “sostenible” opera como detergente semántico para limpiar lo que contamina. Pero existen actividades cuya esencia material las coloca fuera de ese maquillaje, y la minería a gran escala es el ejemplo más contundente. No lo es por su naturaleza física, por su metabolismo ecológico, por su lógica territorial y por su inserción en la economía global.

Veamos por qué:

  1. Porque extrae recursos no renovables de forma masiva e irreversible
    La sostenibilidad exige pensar a largo plazo, pero la minería a gran escala se basa en la extracción intensiva de minerales finitos cuyo ritmo de explotación supera en siglos o milenios su capacidad de regeneración natural (que, en la práctica, es nula en escala humana). Cuando una mina agota el yacimiento, la región no se recupera: queda el hueco, queda la escombrera, queda la contaminación, pero no quedan los minerales. Si algo desaparece para siempre, no es sostenible: es agotamiento planificado.
  2. Porque convierte ecosistemas complejos en desechos simples
    El oro o el cobre no salen en lingotes de la montaña: se arrancan de roca que luego se pulveriza, se trata químicamente y se descarta en gigantescos diques de colas. Donde antes había bosque, humedal o pastizal con miles de relaciones ecológicas, después queda un depósito tóxico cuyo cuidado debe sostenerse por siglos. La minería a gran escala no transforma: simplifica. No ordena: desorganiza. No gestiona: acumula pasivos. Llamar “sostenible” a la generación de desechos perpetuos desafía la lógica y la ética.
  3. Porque depende de procesos energéticamente voraces
    Extraer minerales de baja ley —condición predominante hoy— implica mover más roca, usar más agua, más explosivos y más energía. El costo ambiental se multiplica a medida que baja la concentración del mineral. Paradójicamente, el modelo extractivo requiere más energía para obtener menos metal, incrementando emisiones, infraestructura, transporte, consumo hídrico y conflictos territoriales. Una actividad que necesita cantidades crecientes de energía para rendimientos decrecientes no es sostenible: es entrópica.
  4. Porque genera territorios de sacrificio
    La minería a gran escala no se instala en abstracto; se incrusta en territorios concretos, generalmente donde viven comunidades de baja incidencia política y alta dependencia ambiental. Lo que se presenta como desarrollo termina siendo desposesión: pérdida de agua, fragmentación del territorio, restricciones a la agricultura y la ganadería, deterioro del turismo, desigualdad en la distribución de beneficios y concentración de los daños. Si un modelo económico requiere sacrificar unos territorios para enriquecer otros, no es sostenibilidad: es asimetría estructural.
  5. Porque se justifica bajo la promesa de un futuro verde que ella misma imposibilita
    Hoy se sostiene que la minería es necesaria para la transición energética. Pero reemplazar la dependencia de combustibles fósiles por la dependencia de minerales sin cambiar la lógica de consumo no resuelve la crisis ecológica: sólo cambia el insumo del mismo modelo. La promesa de un “capitalismo verde” extraído a dinamita reproduce el mismo paradigma de crecimiento ilimitado con nuevas cicatrices. El supuesto sacrificio presente en nombre de un futuro mejor sigue dejando ruinas reales para beneficios hipotéticos.

En definitiva, la minería a gran escala no puede ser sostenible porque niega las condiciones mismas de la sostenibilidad: cuidado de las fuentes de vida, conservación a largo plazo, equilibrio entre lo que se toma y lo que se devuelve, justicia territorial e intergeneracional. Ensayar el oxímoron “minería sostenible” quizá sea útil para construir narrativas de aceptación social, pero no resiste el examen de la termodinámica, de la ecología ni de la experiencia de los territorios.

La discusión no es si la minería puede mejorar sus procesos: la pregunta es si una civilización que depende de excavar montañas enteras para sostener su consumo puede considerarse sostenible. Y la respuesta, en el sentido profundo del término, es clara: no hay sostenibilidad en el extractivismo sin límites.

San Jorge: el proyecto que vuelve y las preguntas que aún no responde

El retorno del Proyecto San Jorge —reconfigurado y con nuevos actores privados— pretende instalar la idea de oportunidad productiva en un contexto internacional de creciente demanda de cobre.

Pero esta narrativa omite lo esencial: San Jorge se propone en una zona de alta sensibilidad ecológica e hídrica, en un territorio de montaña sometido a una sequía de más de una década, con cursos y reservas bajo estrés, donde el margen de error no es una variable aceptable.

El informe técnico elaborado por investigadores del CONICET y el IADIZA concluye que los estudios presentados por la empresa resultan insuficientes, incompletos o desactualizados para evaluar con rigor los riesgos ambientales. Entre las deficiencias señaladas:

  • mediciones hídricas previas a la megasequía;
  • insuficiente información sobre aguas subterráneas;
  • relevamientos de biodiversidad incompletos o erróneos;
  • estudios insuficientes para descartar el riesgo de drenaje ácido.

En otras palabras: se pide confianza, pero no se ofrece evidencia.

El hecho de que el informe haya sido retirado de canales oficiales horas después de difundido —y republicado luego por la comunidad científica— expone un problema que excede San Jorge: el conocimiento público no puede estar sujeto a la conveniencia política o empresarial.
La opacidad no es neutral: es una forma de tomar partido.

La defensa del agua no es un capricho: es soberanía

Mendoza no se define por la minería, sino por el agua. La provincia nació del agua, creció del agua y se organizó en función de ella. Su tejido social y productivo depende de una administración cada vez más delicada del recurso más escaso y estratégico.

Cada gota cuenta. Y cada decisión sobre cuencas, glaciares, humedales y acuíferos define si la provincia tendrá futuro o será una cartografía de pasivos ambientales.

Hablar de agua en Mendoza no es un lujo: es cuestión de vida o muerte para la provincia.

De pie otra vez: porque la historia no duerme

Cuando las calles vuelven a llenarse, la memoria se vuelve cuerpo. No es nostalgia: es aprendizaje.

Las decisiones que hoy se buscan tomar no podrán revertirse por comunicado cuando el daño sea irreversible. Y si el costo ambiental queda en Mendoza mientras la renta viaja afuera, el pueblo sabe quién paga la factura y quién cobra el dividendo.

Quienes marchan no lo hacen en contra del desarrollo: lo hacen a favor de un desarrollo que merezca ese nombre. No se oponen al trabajo: se oponen a que el trabajo sea excusa para hipotecar el futuro. No rechazan el progreso: rechazan que les vendan como progreso lo que ya ha demostrado empobrecer territorios.

Lo que está en juego no es un proyecto minero, es la vida misma

Mendoza vuelve a pararse frente a sí misma. Y vuelve a elegir la vida sobre la urgencia; la prudencia sobre la improvisación; el agua sobre la renta pasajera; la democracia ambiental por sobre las decisiones de cúpula.

La historia no siempre da segundas oportunidades. Esta vez, una vez más, el pueblo mendocino se ha puesto de pie antes de que sea tarde.

Porque defender el agua no es resistir: es construir futuro.

Y porque ya lo aprendimos: lo que se defiende de pie, no se negocia de rodillas.