De la ridiculización a la persecución: el viejo patrón que enfrentan quienes revelan lo evidente
Por Carlos Merenson – La (Re) Verde
Quien haya defendido alguna vez una idea ecologista conoce la escena. Apenas mencionás los límites del planeta, la erosión de los suelos o la necesidad de repensar el consumo aparece la mirada incrédula, la sonrisa condescendiente o el chiste fácil sobre “volver a las cavernas”. A muchísimas y muchísimos les pasó: presentar un diagnóstico serio y recibir a cambio la burla o el paternalismo disfrazado de realismo. Es casi un rito de iniciación para quienes intentan introducir en la conversación pública una verdad tan simple como incómoda: vivimos en un planeta con límites, y negarlos solo agrava la crisis.
¿Quiénes son los verdaderos soñadores?
Desde sus inicios, el ecologismo fue descalificado con una batería de etiquetas gastadas: utópicos, soñadores, románticos, ingenuos. Un repertorio de frases hechas —“de sueños también se vive”, “la realidad es otra cosa”— se repite para evitar el debate de fondo. Es la estrategia más vieja del mundo: banalizar al mensajero para no escuchar el mensaje. Y en este caso el mensaje incomoda porque cuestiona la arquitectura entera del modelo económico dominante.
La paradoja es evidente. Quienes se aferran al productivismo acusan de “soñar” justamente a quienes formulan el diagnóstico más material de todos: una economía no puede expandirse infinitamente dentro de un planeta finito.
Los ecologistas hablan de energía, de flujos materiales, de suelos degradados, de ciclos hídricos, de biodiversidad perdida. Sus críticos, en cambio, defienden la fantasía de la sustitución infinita de recursos y de la expansión perpetua. Así, la etiqueta de “utópicos” funciona como un mecanismo de inversión simbólica: se acusa de irrealistas a quienes describen la realidad con mayor precisión.
Pero estas etiquetas no son simples opiniones aisladas: forman parte de una matriz cultural que invierte los criterios de realidad y de fantasía. Y cuando la evidencia se vuelve abrumadora, esa matriz se torna más defensiva. No se discute el contenido: se castiga a quien lo enuncia.
Un patrón histórico que se repite
Nada de esto es nuevo. Las ideas que hoy consideramos pilares de la civilización —la abolición de la esclavitud, los derechos laborales, la educación pública, la igualdad de género— fueron inicialmente tratadas como delirios peligrosos o como atentados contra el “orden natural”.
El patrón se repite:
| Lucha Transformadora | La Acusación en su Época | El Sentido Común de Hoy |
| Abolición de la esclavitud | “Atenta contra la economía y el orden natural.” | La esclavitud es inadmisible. |
| Derechos de las mujeres | “Va contra la naturaleza social.” | La igualdad es irrenunciable. |
| Ecologismo | “Es una utopía de soñadores que no entienden el mundo.” | (La historia está escribiendo esta celda.) |
Toda idea que revela una verdad incómoda es primero ridiculizada, luego atacada y, finalmente, adoptada como obviedad.
La verdad ecológica como amenaza: Ibsen y nosotros
Henrik Ibsen retrató este mecanismo con precisión quirúrgica en Un enemigo del pueblo. El doctor Stockmann descubre que las aguas del balneario local están contaminadas. Pero en vez de ser escuchado, es perseguido. No lo castigan por equivocarse, sino por decir una verdad que amenaza intereses económicos.
Ibsen construyó una metáfora premonitoria sobre el destino de quienes revelan una verdad inconveniente para el orden existente. La evidencia es contundente, el riesgo es real, la solución exige cambios estructurales. Pero lo que sigue no es una movilización colectiva, sino un mecanismo social casi automático: se cuestiona al mensajero, se ridiculiza el diagnóstico, se lo acusa de exagerado, antipatriota, enemigo del progreso. La verdad científica se vuelve una amenaza. El problema no es el agua contaminada, sino que alguien se atreva a decirlo.
Ese patrón atraviesa la historia del ecologismo. Quien señala los límites biofísicos es tildado de alarmista; quien propone reducir el consumo material, de retrógrado; quien presenta datos sobre degradación ecológica, de anti-desarrollo. La estructura es idéntica: cuando una verdad amenaza intereses, lo irracional no es negarla, sino aceptarla.
La sociedad, decía Ibsen, prefiere sostener la ficción que sostiene su prosperidad antes que enfrentar la verdad que exige transformarla. Stockmann no es rechazado por sus errores sino por la claridad de sus aciertos. Lo mismo ocurre con el ecologismo: no es atacado por incorrecto, sino por demasiado cierto.
Y así como en la obra el problema sigue creciendo bajo la superficie, aunque el mensajero sea silenciado, la crisis ecológica avanza pese a las campañas de descrédito. La ficción puede resistir, pero no reemplaza a la realidad. Las verdades marginadas vuelven siempre, acompañadas de sus consecuencias.
El paralelismo no es literario, sino político: se castiga a quien ilumina lo que el orden vigente necesita mantener en la sombra. Pero, como en Ibsen, la historia termina del lado de la evidencia, aunque tarde en hacerlo.
El ecologismo vive el mismo destino. No incomoda por sus errores, sino por la contundencia de sus aciertos. Y porque señala el deterioro de las bases biofísicas que hacen posible la vida, algo que el orden vigente necesita mantener fuera de escena.
En ese punto, es inevitable afirmar: el ecologismo encarna hoy esa verdad minoritaria que incomoda porque ilumina lo que el orden vigente necesita mantener en la sombra. Pero, como en la obra de Ibsen, la realidad termina derribando la ficción colectiva: aquello que comienza como una voz solitaria se vuelve, con el tiempo, evidencia incontestable.
De la burla a la demonización
En los últimos años, la caricatura del ecologista “ingenuo” fue reemplazada por ataques abiertos. La Nueva Derecha global abandonó el tono irónico y adoptó un lenguaje frontal, casi bélico, que presenta al ecologismo como una amenaza a la libertad, la prosperidad e incluso la humanidad.
Ejemplos sobran:
- Václav Klaus calificó al ecologismo como una “ideología antihumana”.
- Donald Trump dijo que los ecologistas buscan “destruir la economía norteamericana”.
- Javier Milei lo tildó de “religión oscurantista”, acompañado de un creciente repertorio de descalificaciones.
Lo que antes era burla, hoy es demonización. El mensaje es claro: cuanto más evidente se vuelve la crisis ecológica, más feroz se vuelve la ofensiva contra quienes la señalan.
Cuando la realidad rompe el relato
Cerrar los ojos nunca detuvo una verdad incómoda —solo la dejó crecer en la oscuridad. Esa es, quizá, la lección más poderosa que nos deja Un enemigo del pueblo. La negación puede organizar mayorías, puede producir unanimidades efímeras, puede incluso convertir en sospechoso a quien actúa movido por el bien común. Pero no puede alterar lo real.
Hoy, como en la obra de Ibsen, la disputa no es entre optimistas y pesimistas, ni entre desarrollistas y ambientalistas, sino entre quienes prefieren una ficción cómoda y quienes se atreven a sostener una verdad difícil. El ecologismo no es una fuerza anti-progreso: es la voz —a veces incómoda, siempre necesaria— que recuerda que ninguna prosperidad puede basarse en la negación de los límites que permiten la vida.
Si algo revela el paralelismo con el doctor Stockmann es que la incomodidad no es un defecto: es el síntoma de que tocamos un punto neurálgico del orden vigente. Y como le ocurre al médico noruego, también hoy el verdadero conflicto no es con la ciencia, sino con los intereses que temen a sus implicancias.
La contaminación que Ibsen convirtió en drama teatral hoy se despliega en forma de crisis climática, pérdida de biodiversidad, agotamiento de suelos y desigualdades estructurales. El mensaje es inequívoco: podemos discutir al mensajero, pero no podemos negociar con las consecuencias.
Al final, Stockmann pronuncia una frase que resuena más allá del teatro: “El hombre más fuerte del mundo es el que está más solo.” Quizás el ecologismo conozca bien esa soledad —la de sostener verdades impopulares, la de nadar contra la corriente del productivismo, la de nombrar lo que el poder prefiere callar. Pero esa soledad, hoy, empieza a poblarse. Cada vez son más quienes entienden que el verdadero enemigo del pueblo no es quien advierte los límites, sino quien se esfuerza en ocultarlos.
Ese es el punto final —y el punto de partida— de la política ecológica contemporánea: elegir entre persistir en la ficción o asumir la verdad. Una sociedad que apuesta por lo primero se condena; una que elige lo segundo, se transforma.
