Por Carlos Merenson – La (Re) VErde

Un clásico post-COP: la tecnoburocracia internacional y la diplomacia climática vuelven a desplegar su ritual explicativo para convencer a quien quiera escuchar sobre el enorme éxito de las negociaciones. Cada año la liturgia se repite: comunicados celebratorios, balances que enumeran supuestos avances y un esfuerzo sostenido por presentar como hitos lo que, en el mejor de los casos, son paliativos. Para muestra basta un botón, y en este caso el botón es el artículo “COP30: Resultados clave acordados en las negociaciones climáticas de la ONU en Belém”, publicado por CarbonBrief, donde se intenta construir la narrativa de una cumbre productiva allí donde lo que hubo fue, nuevamente, la confirmación de un fracaso estructural.

La cobertura amable de la COP30 busca instalar que, pese a la evidente captura fósil que atravesó la cumbre de Belém, el proceso habría producido avances significativos. Se celebran “roadmaps”, “mecanismos innovadores”, “metas reforzadas” y “nuevos programas de mitigación”, como si la existencia de vocabulario técnico fuera prueba de progreso real. Pero basta observar con cierto rigor lo acordado para entender que lo que se presenta como logro no es más que una reformulación diplomática de lo que ya no se puede ocultar: la incapacidad del proceso multilateral para frenar la expansión fósil.

El ejemplo más burdo es la insistencia en destacar la supuesta “hoja de ruta” hacia el abandono de los combustibles fósiles. La narrativa celebratoria subraya la creación de planes voluntarios y compromisos difusos por fuera del régimen formal. Lo que oculta es lo esencial: la cumbre no logró acordar ninguna obligación concreta, vinculante y verificable para reducir la extracción de petróleo, gas y carbón. La transición energética —convertida en mantra de corrección política— queda despojada de contenido, relegada a un menú optativo donde cada país promete lo que quiere y cuando quiere. Lo que en otros ámbitos se llamaría retroceso, aquí se presenta como innovación institucional.

Algo similar ocurre con la “reactivación” de un programa global de mitigación. Que se lo presente como conquista y no como reconocimiento de fracaso ilustra el cinismo de la diplomacia climática: cuando se crea un instrumento nuevo para hacer lo que los anteriores prometían y no hicieron, no estamos ante un avance, sino ante la admisión tácita de que las políticas previas no funcionaron. Si la mitigación tuviera resultados, no haría falta reinventarla cada pocos años. Convertir ese síntoma en trofeo es parte del espejismo tecnocrático que desvía la atención del problema central: las emisiones siguen en aumento y el calentamiento se acelera.

El capítulo financiero tampoco escapa a esta lógica. Los comunicados celebran nuevos compromisos de desembolsos, pero la realidad es conocida: montos insuficientes, promesas que no llegan, mecanismos sin garantías, y un abismo persistente entre lo necesario y lo ofrecido. La arquitectura financiera internacional, diseñada para sostener la adaptación y las reparaciones, continúa funcionando como un dispositivo de retraso. Mientras los impactos se multiplican, los fondos —cuando llegan— lo hacen tarde y en escalas irrelevantes frente al nivel de daño.

Incluso las referencias a derechos laborales, derechos humanos o consentimiento previo informado, por valiosas en términos simbólicos, se convierten en maquillaje moral de un proceso incapaz de confrontar a quienes impulsan la expansión fósil. En una cumbre que no se atrevió a adoptar decisiones mínimamente incómodas para las corporaciones de petróleo y gas, esas cláusulas funcionan como barniz progresista sobre la continuidad del modelo.

La lectura celebratoria de estos resultados opera, en el fondo, como un mecanismo de normalización de la parálisis. Presentar como logros lo que son paliativos voluntarios, programas que reconocen fracasos o montos simbólicos sin capacidad de transformación es una forma de sostener la ilusión de que el proceso funciona. Tras 46 años de negociaciones climáticas y dos siglos de advertencias científicas, seguir repitiendo la misma liturgia diplomática sin alterar los fundamentos del productivismo global es condenar al mundo a una trayectoria cada vez más peligrosa.

La sociedad necesita algo más que comunicados bien redactados: necesita una ecopolítica que deje de prestar servicios de legitimación a la tecnoburocracia internacional y que se atreva a decir lo que estos balances silencian. No habrá estabilización climática mientras la extracción fósil continúe creciendo y mientras la economía global siga organizada alrededor del mandato expansivo que la hace posible. Ningún acuerdo —por sofisticado que parezca— detendrá el calentamiento si no se alteran las lógicas materiales que lo producen.

Porque, en definitiva, la política climática no fracasa por falta de conocimiento, de tecnología o de diagnósticos. Fracasa porque se niega a confrontar a los poderes que gobiernan el metabolismo del planeta. Y mientras esa negación persista, cada COP seguirá necesitando una narrativa celebratoria para ocultar que, en la realidad, el mundo continúa hundiéndose en petróleo.