Los ambientalistas prefieren que uno se muera de hambre antes que tocar algo, con una actitud bien primitiva. Esta ley [la de Glaciares] es para devolverle el federalismo a las provincias y que cada una determine cuál es la zona periglaciar. Eso será muy importante para la economía. La idea original es del gobernador de Mendoza, Alfredo Cornejo, y que de una vez por todas nos pongamos a aprovechar nuestros recursos naturales. Javier Milei

Por Carlos Merenson – La (Re) Verde

El presidente Javier Milei anunció que el Gobierno buscará modificar la Ley 26.639 para que “cada provincia determine cuál es la zona periglaciar”. En su explicación, afirmó además que “los ambientalistas prefieren que uno se muera de hambre antes que tocar algo” y que el objetivo es “aprovechar nuestros recursos naturales”, retomando una idea del gobernador mendocino Alfredo Cornejo.

Lo que se presenta como un ajuste administrativo es, en realidad, una regresión ambiental en sentido estricto: un retroceso deliberado respecto del nivel de protección vigente sobre uno de los bienes comunes más estratégicos de la Argentina: sus reservas de agua de origen glaciar y periglaciar.

Para comprender el alcance de esta maniobra es necesario desarmar el mensaje presidencial en profundidad. Aquí proponemos diez capas de análisis que permiten situar el anuncio en su verdadero contexto.

Primera Capa – La falsa dicotomía entre ambiente y desarrollo

El discurso presidencial instala -nuevamente- una oposición ficticia: protección ambiental vs. progreso. Es un recurso retórico clásico para justificar la reducción de estándares ecológicos. Pero, en un contexto de crisis climática, desmontar barreras de protección hídrica no impulsa la economía: la debilita.

La Ley de Glaciares no impide el desarrollo: garantiza que exista agua para sostenerlo. Retroceder en ese estándar de protección constituye, por definición, una regresión ambiental, porque reduce el nivel de tutela previo en un tema crítico para el derecho humano al agua y los ciclos hidrológicos.

Segunda Capa – La apropiación discursiva del federalismo

Cuando Milei dice: “Esta ley es para devolverle el federalismo a las provincias”, introduce un argumento que vale la pena desarmar jurídicamente:

  • La Constitución (art. 41) establece que los presupuestos mínimos son facultad exclusiva del Estado nacional.
  • Las provincias pueden ampliar, pero no reducir la protección.
  • Federalizar lo que constitucionalmente debe ser nacional es, en realidad, vaciar la figura de presupuesto mínimo.
  • El anuncio revela una lectura distorsionada del federalismo: lo convierte en un pretexto para desregular.

Claramente la reforma propiciada por el gobierno es inconstitucional por diseño.

En otras palabras. cuando Milei sostiene que la reforma “devolverá el federalismo a las provincias”, invierte el sentido constitucional del término. Los presupuestos mínimos ambientales son de competencia nacional precisamente para evitar desigualdades regulatorias y riesgos interjurisdiccionales. Lo que se propone no es federalismo: es desregulación territorializada; es un mecanismo para debilitar una protección que hoy es uniforme y obligatoria, abriendo la puerta a definiciones a medida de intereses mineros. Eso, nuevamente, implica una regresión del estándar nacional vigente.

Tercera Capa – La disputa por el agua en tiempos de colapso climático

En un país donde el 76% del territorio presenta condiciones de aridez o semiaridez, reducir la protección sobre glaciares y áreas periglaciares es comprometer la seguridad hídrica de millones.

Retroceder en este punto no es solo un problema técnico: es un retroceso injustificable en la protección de un derecho colectivo, y por lo tanto encaja perfectamente en la categoría de regresión ambiental prohibida en toda la doctrina internacional de derecho ambiental.

Cuarta Capa: La mención explícita a un gobernador: Alfredo Cornejo

El guiño explícito al gobernador de Mendoza revela el objetivo de fondo: liberar territorios de altura para proyectos mineros que hoy están restringidos por la Ley de Glaciares. Este tipo de reforma —adaptar el derecho a la demanda de actividades riesgosas— es el ejemplo canónico de regresión: bajar la vara de protección frente a presiones sectoriales.

La regresión es aún más clara si se considera que la sociedad mendocina ya expresó democráticamente su rechazo a ese tipo de flexibilizaciones. Lo que no puede imponerse en la provincia se intenta habilitar desde Nación.

Por otra parte, al personificar la iniciativa en el gobernador Cornejo —y, por extensión, en los mandatarios de las provincias andinas— el discurso oficial opera como un velo que oculta a los verdaderos impulsores de la reforma: los intereses corporativos mineros que desde hace años presionan por flexibilizaciones regulatorias imposibles de obtener en el marco actual de protección.

Quinta Capa – Una maniobra jurídica para vaciar la ley: la regresión como núcleo

Aquí se ubica el corazón del problema.

Permitir que cada provincia defina la zona periglaciar equivale a desestructurar la arquitectura técnica de la ley. La protección de glaciares no depende de voluntades locales sino de criterios científicos unificados que garanticen igualdad y seguridad jurídica.

Modificar ese punto implica:

  • Reducir el nivel de protección actual (que es obligatorio y uniforme).
  • Reemplazar un criterio técnico por uno político-administrativo.
  • Habilitar la degradación de bienes que hoy están protegidos de manera expresa.

Eso es, punto por punto, la definición de regresión ambiental: desmantelar un piso mínimo de protección previamente garantizado por el Estado.

Incluso si el principio no está explícitamente mencionado en la Ley General del Ambiente, está implícito en el principio de gradualidad, que impide disminuir la protección consolidada. La Constitución y la LGA prohíben que el Estado adopte medidas que nos lleven a un nivel de protección inferior al ya alcanzado.

El anuncio presidencial no es un matiz técnico: es un retroceso estructural e inconstitucional.

Sexta Capa – La matriz ideológica: negacionismo y guerra cultural

El ataque del presidente a los “ambientalistas” cumple una función precisa: deslegitimar la defensa de los bienes comunes para justificar la regresión regulatoria. Se construye un enemigo para desplazar el debate técnico del plano racional al plano moral y emocional.

Este mecanismo se replica en el negacionismo climático: se busca desactivar la deliberación pública crítica sobre las causas del colapso ecológico y social.

La regresión ambiental funciona aquí no solo como categoría jurídica sino como herramienta política: se retrocede para eliminar obstáculos regulatorios y, al mismo tiempo, se degrada al actor social que podría impedirlo.

La frase “los ambientalistas prefieren que uno se muera de hambre antes que tocar algo, con una actitud bien primitiva.” no es solo un exabrupto, sino que forma parte de una estrategia discursiva clásica de la Nueva Derecha, que consiste en convertir al ambientalismo en un obstáculo “irracional” para el crecimiento económico.

La acusación contra el ambientalismo es tan vieja como infundada y aun a riesgo de ser reiterativo:

  1. No es ambientalismo vs. desarrollo: la Ley de Glaciares nunca impidió actividades productivas; simplemente prohíbe aquellas que destruyen reservas fundamentales de agua. No hay sociedad próspera sobre territorios colapsados.
  2. No es primitivismo, es ciencia: la definición de periglaciar proviene de la glaciología y la geomorfología, no de ONG “radicalizadas”. Fue respaldada por el IANIGLA-CONICET y avalada por la Corte Suprema.
  3. No es un freno a las provincias, es un piso común de protección: los presupuestos mínimos fueron concebidos para evitar que la competencia por inversiones degradara bienes estratégicos compartidos.
  4. No es un capricho ideológico, es seguridad hídrica: en un siglo marcado por sequías, retroceso glaciar y estrés climático, flexibilizar la protección es garantizar futuros conflictos y pérdidas económicas reales.
  5. No es negarse a aprovechar recursos, es impedir que el beneficio privado destruya un recurso público irremplazable.

Calificar de “ambientalismo primitivo” a quienes defienden las fuentes de agua del país es más negacionismo que argumentación. Es la estrategia clásica: ridiculizar la advertencia para justificar la irresponsabilidad.

De esta manera se presenta a los ambientalistas como fuerzas que “prefieren el hambre antes que el desarrollo”, desplazando el debate técnico hacia una guerra cultural. Se deslegitima la defensa del agua como si fuera una postura ideológica extrema, anulando de antemano cualquier discusión científica.

Séptima Capa – La economía como dogma y no como planificación real

Al afirmar que flexibilizar la ley será “muy importante para la economía”, el Gobierno no presenta evidencia alguna. Solo un dogma: que reducir regulaciones genera crecimiento. Pero el retroceso de estándares ambientales siempre implica transferencia de costos a la sociedad: contaminación, escasez hídrica, conflictos y pérdida de servicios ecosistémicos.

Esto corresponde exactamente a la lógica de la regresión: sacrificar protección pública para liberar beneficios privados inmediatos, externalizando riesgos y daños. No es economía productiva; es extractivismo desregulado.

La frase “será muy importante para la economía” revela el núcleo del proyecto: habilitar emprendimientos extractivos que hoy no superan la evaluación ambiental establecida por la ley. La economía que se persigue es de enclave, finita y volátil; una economía que monetiza bienes estratégicos y socializa riesgos.

Octava Capa: Una concepción reducida de los bienes comunes

La mención a “Aprovechar los recursos naturales” implica concebir los glaciares y el ambiente periglaciar como materias primas, y no como reservas hídricas estratégicas e irreemplazables bajo un escenario de crisis climática. Es una visión patrimonialista y extractivista incompatible con la noción moderna de bienes comunes.

Para el gobierno, “recursos naturales” no es otra cosa que activos económicos a explotar. Para el derecho ambiental moderno, son bienes comunes estratégicos, irreproducibles y vinculados a derechos humanos fundamentales. En el caso de los glaciares y el ambiente periglaciar, no se trata de “recursos”: se trata de reservas hídricas estratégicas bajo contexto de crisis climática.

Liberar o flexibilizar los recaudos de la Ley de Glaciares implica, en términos prácticos, introducir a las fuentes estratégicas de agua en la órbita del mercado, es decir, permitir que sean administradas según la racionalidad que rige cualquier otro activo económico. Es aquí donde la advertencia de Karl Polanyi adquiere plena actualidad: cuando la naturaleza es sometida a las reglas del mercado, se convierte en una “mercancía ficticia”, y el resultado inevitable es la destrucción de sus condiciones de reproducción. Lo que está en juego no es simplemente un reordenamiento institucional; es la transformación del agua —bien común esencial, límite biofísico y base material de la vida— en un insumo expendible cuya protección se vuelve “un costo” a minimizar.

En un escenario de relajamiento normativo, la dinámica es conocida y estudiada por la ecología política latinoamericana: la extracción se acelera, los controles se diluyen, y los territorios quedan subordinados a las demandas crecientes de capital. Al reducirse las áreas protegidas o redefinirse de manera laxa las zonas periglaciares, se abre la puerta para que proyectos mineros —particularmente aquellos de gran escala y con fuerte riesgo hídrico— avancen sobre las cabeceras de cuenca. La lógica del mercado no se detiene a evaluar la función ecosistémica del hielo, el valor del agua a 30 años o la fragilidad del ambiente de montaña; solo responde a señales de precio y a la presión por captar rentas inmediatas.

Como advierte Georgescu-Roegen, el metabolismo económico basado en la apropiación creciente de recursos materiales tiende estructuralmente a la sobreexplotación irreversible de aquellos bienes que no pueden regenerarse al ritmo del capital. El agua de alta montaña es uno de ellos: su degradación o desaparición no admite retorno en escala humana. El mercado, que internaliza la ganancia y externaliza la degradación, no puede —ni pretende— gestionar ese límite. Su racionalidad comporta precisamente lo contrario: avanzar mientras haya margen, aunque ese margen sea la destrucción del futuro.

Las consecuencias son previsibles: competencia territorial, conflictos socioambientales, concentración económica y violencia institucional contra comunidades y defensores del agua. Tal como señala Martínez Alier, en los conflictos ecológico-distributivos quienes pagan los costos del desarrollo son siempre los mismos: poblaciones rurales, pueblos originarios, trabajadores precarizados y ecosistemas enteros que no tienen voz en las decisiones. La flexibilización normativa es el mensaje que habilita ese mecanismo: si el Estado retrocede, el extractivismo avanza.

La Nueva Derecha argumenta que liberar el “potencial económico” de los glaciares y su entorno impulsará el crecimiento. Pero, como ironiza Bookchin, el mercado es incapaz de pensar en escalas ecológicas o temporales: solo sabe expandirse, incluso si con ello destruye las condiciones que vuelven posible la vida social. Y es allí donde el principio de no regresión ambiental adquiere un peso jurídico y ético decisivo: el Estado no puede renunciar a su deber de proteger el ambiente porque hacerlo equivaldría a someter bienes esenciales —comunes, vitales, frágiles— al juego especulativo del capital.

Flexibilizar la Ley de Glaciares no es una decisión técnica: es una decisión civilizatoria. Es elegir entre dos racionalidades incompatibles: la que concibe el agua como sustento de la vida, o la que la reduce a un obstáculo regulatorio para inversiones de corto plazo.

Y cuando esas dos lógicas se enfrentan, la historia reciente —en América Latina y en el mundo— muestra un patrón inequívoco: si el Estado se retira, el mercado arrasa.

Novena Capa: El desprecio explícito por el principio precautorio

El anuncio ignora por completo la dimensión del riesgo. No hay una sola referencia a derretimiento acelerado, sequías extremas, seguridad hídrica, impactos acumulativos, y menos, claro está: al cambio climático. La ausencia de estas consideraciones revela una política ambiental abiertamente anti-precautoria.

Al presentar la protección ambiental como un obstáculo irracional, el anuncio expresa de manera implícita que para el gobierno una regulación ambiental es entendida como un estorbo, no como garantía de seguridad hídrica y territorial.

Décima Capa: La omisión deliberada de la cuestión hídrica

En ningún momento Milei menciona el agua. El corazón del problema —la protección de la principal reserva hídrica sólida del país— queda borrado. Este silencio no es casual: sin agua no hay agricultura, energía, ciudades ni soberanía territorial. Pero el discurso presidencial evita deliberadamente enunciar aquello que podría poner en evidencia la irracionalidad de la reforma propuesta.

Esta omisión es un dato político: la discusión se reduce a economía y federalismo, borrando el núcleo del problema.

A manera de conclusiones

En conjunto, estas diez capas revelan que la iniciativa de modificar la Ley de Glaciares no responde a un diagnóstico científico ni a una planificación pública de largo plazo. Es la expresión de una ideología que concibe al ambiente como estorbo, a la regulación como traba y al territorio como zona de sacrificio. Lo que está en juego no es un procedimiento administrativo: es la arquitectura de seguridad hídrica de la que depende buena parte del futuro del país.

En las afirmaciones e intenciones implícitas en el anuncio del Presidente Milei no es necesario forzar ninguna interpretación: la flexibilización del concepto de ambiente periglacial abre la puerta a actividades que la Ley de Glaciares prohibía expresamente, entre ellas la minería metalífera a gran escala en zonas donde existe hielo de suelo o glaciares rocosos. En la Cordillera de los Andes, estos cuerpos de hielo —mucho más abundantes que los glaciares blancos— suelen ubicarse justo donde la geología concentra vetas metalíferas, agua en abundancia y altura. Por ello fue incluido en la ley, y por eso ahora se lo intenta vaciar de contenido técnico. La delegación a las provincias permite que cada gobierno local “adapte” la definición de periglaciar a las necesidades del proyecto minero de turno. No es casualidad: el objetivo es convertir en zonas “aptas” lo que antes era jurídicamente inviable.

El resultado es un mapa ambiental debilitado a medida de grandes corporaciones interesadas en ampliar operaciones o reactivar proyectos detenidos por la propia Ley de Glaciares. La maniobra no responde a una preocupación por el federalismo: responde a un pedido histórico del sector minero, que veía en el ambiente periglaciar “el último obstáculo” para la expansión del extractivismo metalífero de montaña.

De esta manera opera la matriz del “extractivismo de sacrificio”: flexibilizar normas, vulnerar territorios y poner en riesgo bienes comunes para garantizar la continuidad de un modelo que externaliza costos sociales y ecológicos.

Vemos entonces que el reparto es claro y desigual.

Ganan:

  • Grandes empresas mineras interesadas en yacimientos ubicados en zonas de alta montaña donde la protección era un límite jurídico.
  • Gobiernos provinciales urgidos por ingresos fiscales rápidos, muchas veces endeudados y dependientes de regalías.
  • Actores del lobby extractivo que ven en la ley un “obstáculo” para pactos de inversión acelerada.

Pierden:

  • Las comunidades de cuenca abajo (agricultores, poblaciones rurales, ciudades andinas) cuya disponibilidad hídrica depende de glaciares y periglaciares.
  • Ecosistemas de montaña ya sometidos al estrés climático.
  • El país en su conjunto, que dilapida un capital natural estratégico en plena crisis hídrica global.
  • Las generaciones futuras, en tanto se compromete la “regla del capital natural no decreciente”.

El discurso del “desarrollo” oculta que la flexibilización no es federalismo: es extractivismo sin frenos.

A manera de epílogo

En 1996 se publicaba “Hacia el Manejo Forestal Sostenible” donde el Dr. Antonio Andaluz relacionaba los bosques con el destino del país. A casi tres décadas hoy vemos que los criterios expuestos por el Dr. Andaluz mantienen plena vigencia y su ejemplo puede ser extrapolado a todos los ecosistemas que hoy se encuentran amenazados, de manera particular, en Argentina, los ecosistemas de montaña. Es por eso por lo que quiero cerrar este artículo parafraseando al Dr. Andaluz afirmando que:

Los glaciares y los ambientes periglaciares, por sí mismos, por hacer a la conservación de todos los demás recursos naturales esenciales —el agua, los suelos, la biodiversidad, la estabilidad geomorfológica, el clima— constituyen uno de los pilares más delicados y estratégicos de la heredad natural de un país. Su destino hace al destino del país. Cada decisión que se toma sobre su protección o su entrega condiciona la continuidad misma de las cuencas que abastecen ciudades, economías regionales y formas de vida enteras.

Este es un hecho, no una opinión.

Si hay algo más dramático que el refugiado político en tierras extrañas, es el refugiado ambiental en su propia patria: aquel que pierde el acceso al agua, al paisaje, a la habitabilidad del territorio por degradación inducida.

Si hay algo más doloroso que la pérdida de la patria a manos de una potencia extranjera, es ver la manera en la que los propios connacionales le abren las puertas al saqueo.

Son hechos; hechos que deben ser tomados en cuenta por quienes deciden políticas sobre glaciares, cuencas hídricas y ambientes cordilleranos. Porque allí no se discuten abstracciones: se decide si habrá agua para beber, para producir alimentos, para sostener ecosistemas y comunidades.

¿Ante quién podemos reivindicar un glaciar perdido, un permafrost degradado, una cuenca colapsada, una fuente de agua que ya no existe?

¿De qué sirve el territorio cuando ya no puede sostener vida?

¿Qué es la heredad nacional cuando la destruimos a cambio de un beneficio efímero?

¿Qué es la patria cuando ya no puede garantizar a su gente el derecho más elemental: el agua?