Ilustración: Pawel Kuczynski
Ecología política y destino forestal en el experimento anarcocapitalista argentino
Carlos Merenson
La Argentina atraviesa hoy un experimento político sin precedentes en el mundo: la instauración del primer gobierno anarcocapitalista de la historia contemporánea. Este modelo, que lleva al extremo la ideología del mercado absoluto, propone reducir el Estado a su mínima expresión y subordinar todos los ámbitos de la vida —incluidos los bienes naturales— a las reglas de la competencia y la propiedad privada. En este marco doctrinario, el ambiente deja de ser concebido como bien común y los bosques nativos, despojados de su condición de patrimonio público y de su valor ecológico y social, pasan a ser interpretados como activos susceptibles de apropiación y lucro. Bajo este experimento ideológico, la conservación forestal se convierte en una herejía económica, y la supervivencia misma de los bosques nativos —uno de los sistemas ecológicos más vitales y frágiles del país— se ve amenazada por una concepción del mundo que niega los límites naturales y desconoce las condiciones materiales que hacen posible la vida. Es en este contexto que abordaremos el análisis crítico del pensamiento anarcocapitalista aplicado a la cuestión forestal argentina.
Para los anarcocapitalistas, en la práctica, las crisis ecológicas no existen, y los problemas ambientales asociados a la deforestación o a la degradación de los bosques nativos no constituyen una preocupación real, ya que —según su visión— el mercado y la tecnología pueden resolver cualquier inconveniente que se presente. En consecuencia, sostienen que los bosques nativos deben ser privados para garantizar su aprovechamiento “eficiente”. De esta manera, proponen que los recursos forestales, lejos de ser administrados por el Estado o protegidos como patrimonio común, se transformen en simples activos intercambiables en el mercado.
En esa lógica, los bosques nativos dejan de ser ecosistemas vivos y se convierten en “reservas de valor” o “capital natural” sujeto a especulación. Para los anarcocapitalistas, vivimos en “el más sostenible y el mejor de los mundos posibles”; quienes, como los ecologistas, denuncian la destrucción de las masas forestales o la pérdida de biodiversidad, son considerados catastrofistas malthusianos que entorpecen la libertad de los mercados y desvían los recursos sociales hacia objetivos improductivos. Desde esta óptica, la conservación forestal sería una traba para el progreso y una excusa del “estatismo verde”.
En todos los casos, el pensamiento anarcocapitalista se asienta en una constante productivista: el desprecio al riesgo ecológico y la negación de los límites biofísicos. En nombre de la libertad individual y del no intervencionismo estatal, renuncian a cualquier forma de regulación, por considerarlas tan caras como inútiles. Así, los bosques nativos —que por definición requieren protección colectiva y visión de largo plazo— quedan fuera de toda posibilidad de defensa.
Su visión reduce la política forestal a conveniencias privadas y temporales, ignorando los valores ecológicos, culturales y sociales del bosque. Como bien señala el Papa Francisco, cuando todo se vuelve relativo a los intereses inmediatos, se alimentan actitudes que provocan, simultáneamente, degradación ambiental y exclusión social.
La “Tragedia de los Comunes” aplicada a los bosques
Para justificar su rechazo a la protección pública de los bosques, los anarcocapitalistas recurren con frecuencia al viejo argumento de la Tragedia de los Comunes, propuesto por Garrett Hardin en 1968. Según esta teoría, cuando un recurso natural es compartido por muchos —como un bosque nativo sin dueño— cada individuo tiende a sobreexplotarlo en beneficio propio, provocando su destrucción.
Desde la óptica liberal, la solución consistiría en otorgar derechos de propiedad sobre todos los bosques nativos lo que permitiría que sus dueños tengan incentivos para conservarlos o explotarlos racionalmente, ya que cualquier pérdida afectaría sus patrimonios. En esta línea, Javier Milei y Alberto Benegas Lynch (h) sostienen que el ambientalismo —y, por extensión, la política de conservación de bosques nativos— es una forma encubierta de socialismo, un intento de “socavar la propiedad privada” mediante la invocación de derechos difusos o de bienes comunes.
Benegas Lynch llega a considerar que el ambientalismo es un “fraude” y que los problemas ecológicos, como el cambio climático o la pérdida de biodiversidad, se exageran con fines políticos. Su propuesta es asignar derechos de propiedad privada sobre el agua, la fauna o la flora. Desde esa perspectiva, los árboles, el suelo y hasta las especies que lo habitan deberían tener dueños identificables, de modo que el mercado y solo el mercado determine sus destinos.
Sin embargo, este razonamiento invierte el sentido original del dilema de Hardin. La tragedia no surge porque el bosque sea común, sino porque los actores —individuales o corporativos— actúan bajo una lógica de corto plazo sin un marco de responsabilidad colectiva. La historia demuestra que los mayores procesos de deforestación no han ocurrido en tierras comunales, sino en regímenes privatizados, donde la búsqueda de rentabilidad inmediata —agrícola, ganadera o inmobiliaria— ha sido el principal motor de destrucción.
Por eso, en lugar de evitar la tragedia, la privatización total de los bienes forestales la consuma. En palabras de Javier Sicilia, la Tragedia de los Comunes se convierte en una de esas “neohablas” que, mediante discursos de libertad económica, inducen a creer que se protege lo que en realidad se destruye.
Cuando Milei declara:
¿Qué hay de malo en que una empresa contamine el río? Eso habla de una sociedad a la que le sobra el agua… El problema radica en que no hay derechos de propiedad sobre el agua,
lo que está proponiendo, en términos forestales, es exactamente lo mismo: que solo cuando falten los bosques y su escasez haga subir su precio, el mercado encontrará incentivos para conservarlos. Esta visión transforma la pérdida forestal en una oportunidad de negocio, y no en una tragedia ambiental y civilizatoria.
Inexistencia de fallos de mercado y negación de la política forestal
El anarcocapitalismo niega la posibilidad misma de los fallos de mercado. Para Milei, “no existe el fallo de mercado… si algo funciona mal es porque está metido el Estado”. En consecuencia, toda política forestal pública —como la Ley 26.331 de Presupuestos Mínimos de Protección Ambiental de los Bosques Nativos— sería una intromisión injustificada en el libre juego económico.
Sin embargo, la experiencia muestra que el mercado no reconoce el valor ecológico de los bosques nativos ni su función en la regulación hídrica, climática y de biodiversidad. Su valor económico directo (madera, forraje, suelo) no refleja el conjunto de servicios ecosistémicos que prestan. Esto constituye un fallo estructural del mercado, que sólo valora lo que puede monetizar.
Desde Francis M. Bator hasta Nicholas Georgescu-Roegen y Herman Daly, numerosos economistas han demostrado que los recursos naturales y los servicios ambientales no pueden ser gestionados eficientemente por mecanismos de mercado, precisamente porque su valor no se reduce al intercambio monetario.
La negación de los fallos de mercado en el caso forestal conduce a una paradoja: si el bosque no tiene precio, no tiene valor, y si solo tiene valor cuando puede venderse, se destruye su condición de bien común y su función ecológica.
El optimismo crecimientista y la negación de los límites del bosque
El anarcocapitalismo se sostiene también en un optimismo crecimientista extremo. Milei ha afirmado que el progreso tecnológico llevará a una “abundancia radical”, en la que la escasez desaparecerá. Pero esa afirmación ignora los límites biofísicos que imponen los ecosistemas -entre ellos los bosques nativos- que son el soporte material de toda economía.
Este optimismo niega la realidad: los bosques nativos argentinos han sido reducidos a menos del 20% de su superficie original, y cada año se pierden miles de hectáreas por desmontes, incendios y expansión agropecuaria. Si el crecimiento fuera realmente ilimitado, los bosques podrían regenerarse al ritmo del mercado, pero la evidencia científica —desde el Club de Roma hasta los estudios recientes del IPCC y la FAO— demuestra lo contrario: la destrucción es exponencial, la regeneración no lo es.
Al sostener que “lo mejor está por venir” y que los ecologistas son “apocalípticos”, Milei confunde esperanza con negación. El optimismo económico no puede reemplazar la capacidad de carga ecológica del territorio. La fe ciega en la tecnología y el mercado es una forma de irresponsabilidad civilizatoria: desconoce que el bosque no es una mercancía sino una condición de posibilidad de la vida.
La concentración económica y la economía del despojo forestal
En el mundo real, los bosques nativos no se destruyen por exceso de propiedad colectiva, sino por concentración de la propiedad privada. Grandes grupos agroindustriales y financieros concentran la tierra y la transforman en capital especulativo, expulsando comunidades campesinas y pueblos originarios.
El proceso reproduce, a escala nacional, el patrón global de concentración: el 1% más rico controla casi la mitad de la riqueza, mientras millones carecen de acceso a recursos básicos. En el caso argentino, esta dinámica se traduce en la conversión de ecosistemas forestales en monocultivos o pasturas, con la consecuente pérdida de suelos, biodiversidad y agua.
Los subsidios que deberían destinarse a la conservación de bosques terminan muchas veces financiando actividades extractivas o compensando externalidades, configurando una “economía del malestar”: una economía que crece a costa de destruir su base natural.
Crítica antiecologista y desmantelamiento institucional
Desde esta visión negacionista, el ecologismo es presentado como una amenaza a la libertad individual. Václav Klaus, citado por los defensores del anarcocapitalismo, llegó a afirmar que “el mayor peligro que enfrenta la humanidad es el movimiento ecologista”. En la misma línea, Milei sostuvo en 2023 que el ecologismo busca “exterminar a la población” para “salvar al planeta”.
Sin embargo, no existe evidencia alguna que vincule al ecologismo con procesos de violencia, crisis económicas o pérdida de libertades. En cambio, sí abundan pruebas de que la ausencia de políticas ambientales ha conducido a crisis hídricas, incendios masivos y desplazamientos sociales provocados por la deforestación.
La disolución del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible y su reemplazo por una Subsecretaría dependiente de Turismo y Deportes, que el Secretario a cargo define como “una máquina para facilitar procesos productivos”, expresa con claridad la jerarquía de valores del actual modelo: el bosque nativo lejos de ser un bien común a proteger, se ha transformado en un recurso a explotar.
El fracaso del Estado y del federalismo productivista
En Argentina, la degradación y pérdida de las masas forestales nativas no puede atribuirse únicamente a la acción privada ni a la ausencia de leyes. Desde hace décadas, la gestión de los recursos naturales ha quedado atrapada en una lógica fragmentaria donde cada jurisdicción decida según su conveniencia inmediata, sin visión ecológica de conjunto y en lugar de políticas para los bosques, se ha hecho y sigue haciendo política con los bosques. El resultado es una suma de fragmentos donde lo que se pierde es la integridad del patrimonio común. Este federalismo disgregado, lejos de proteger la riqueza forestal, ha consagrado una suerte de “competencia por el desmonte”, donde la flexibilización de controles, la subvaluación del suelo y la permisividad con los incendios o desmontes ilegales se transforman en políticas tácitas de “desarrollo”.
Pero el problema va más allá de la escala administrativa. El verdadero obstáculo ha sido el productivismo que impregna todas las corrientes políticas argentinas —desde las liberales hasta las progresistas— y que, bajo diferentes retóricas, continúa subordinando la naturaleza a la rentabilidad. Así, el bosque siempre ha sido concebido como “recurso” y nunca como “matriz de vida”. Ni el Estado central ni los gobiernos provinciales han logrado construir una visión ecológica del territorio; en su lugar, han reproducido un consenso extractivista que identifica progreso con explotación y crecimiento con devastación.
En este marco, el Estado ha abdicado de su deber de tutelar los bienes comunes. Las políticas forestales, lejos de constituir una defensa de la riqueza natural de la Nación, se han reducido a mecanismos compensatorios o a regulaciones ineficaces que legitiman el daño. La Ley 26.331, en vez de ser un instrumento de preservación efectiva, terminó subordinada a la lógica fiscal y a la falta de aplicación en las jurisdicciones. De este modo, la institucionalidad forestal argentina se ha vuelto una arquitectura de papel: un conjunto de normas sin poder sobre el territorio, incapaz de frenar la expansión de la frontera agropecuaria ni de restablecer el equilibrio ecológico.
Planificación ecorregional: condición de posibilidad para la conservación
Comprender por qué fracasan el mercado, el Estado y el federalismo en la conservación de los bosques nativos requiere partir de una constatación elemental: sin planificación y ordenación forestal, la conservación es inviable. La naturaleza no reconoce los límites administrativos que dividen al territorio. Las cuencas hídricas, los suelos, las cadenas montañosas, las selvas y los pastizales conforman un entramado ecológico continuo, cuyos procesos vitales trascienden las fronteras provinciales y políticas. Pretender conservar los bosques nativos con criterios fragmentarios, provinciales o de mercado equivale a negar la unidad funcional de los ecosistemas.
De allí la necesidad de un enfoque ecorregional: una concepción del territorio basada en sus características naturales y dinámicas ecológicas, no en sus divisiones jurisdiccionales. Solo una planificación ecorregional puede articular las competencias locales con la lógica integral de los ecosistemas y garantizar coherencia entre las políticas nacionales y provinciales en materia ambiental. La experiencia internacional y los casos argentinos más críticos muestran que, en ecosistemas compartidos entre dos o más jurisdicciones —como las Yungas o el Chaco donde se encuentran más del 80% de las masas forestales nativas remanentes—, la gestión sostenible solo es posible si existe una planificación ecológica supraprovincial, capaz de ordenar los usos del suelo, armonizar normativas y proteger la conectividad ecológica.
En este marco, se impone la elaboración de directrices ecorregionales para la defensa y conservación de las masas forestales nativas, concebidas como pautas básicas, mínimas y obligatorias que orienten los planes provinciales. Estas directrices deberían contemplar la identificación de zonas prioritarias de conservación, la articulación con las áreas naturales protegidas, la creación de corredores biológicos, la mejora de la conectividad ecológica, y la unificación de criterios sobre vedas, cupos o restricciones al uso de flora y fauna. En síntesis, deben asegurar la coherencia ecológica a escala regional, condición indispensable para mantener la funcionalidad de los ecosistemas.
Sobre esa base, cada provincia debería elaborar su Plan de Conservación y Aprovechamiento Sostenible de los Bosques Nativos, instrumento destinado a diagnosticar el estado de conservación, delimitar y tipificar los bosques, y establecer acciones concretas para garantizar su preservación y uso racional. Estos planes, aprobados por ley y elaborados con participación pública, deben ajustarse a las directrices ecorregionales para evitar la dispersión normativa y superar la actual anarquía institucional del federalismo forestal argentino.
De todo lo anterior se desprende una verdad fundamental: el mercado y el productivismo son las antítesis de la planificación ecológica. La mano invisible del mercado opera sobre la rentabilidad, no sobre la integridad de los ecosistemas. Cuanto más libre sea su accionar, menos posible será concretar planificación alguna para el manejo y conservación de los bosques. Los ecosistemas no se autorregulan en función del beneficio económico; requieren una racionalidad pública, cooperativa y ecológica.
La planificación ecorregional participativa es, por tanto, la única vía para reconciliar la gestión forestal con la unidad de los territorios y con el principio superior del bien común. Allí donde el mercado ve competencia, la ecología ve interdependencia; donde el productivismo impone fragmentación, la planificación revela totalidad. Y solo desde esa totalidad será posible imaginar una política forestal que esté a la altura de la crisis ecológica argentina.
La respuesta desde el ecologismo: restaurar, proteger, reimaginar
Frente a esta crisis civilizatoria y a la condición de país con baja cobertura forestal, el ecologismo propone una transformación de fondo: pasar de la gestión del daño a la defensa activa del territorio. Ya no se trata de administrar el remanente forestal, sino de reconstruir el vínculo ético y ecológico con la tierra.
La respuesta debe partir de una drástica ampliación de las áreas protegidas, especialmente en los ecosistemas forestales más amenazados. Ello implica declarar bajo protección integral las superficies que aún conservan valor ecológico significativo, restableciendo corredores biológicos y restaurando zonas degradadas. Pero, además, es imprescindible recuperar una herramienta jurídica y filosófica olvidada: la figura del bosque protector, prevista en la Ley 13.273, que reconoce al bosque como un bien esencial para la conservación del suelo, del agua, del clima y de la vida misma.
Homologar esta categoría con los actuales ordenamientos de la Ley 26.331 permitiría unificar la defensa de los bosques situados en zonas rojas, amarillas y verdes bajo un mismo principio de protección y restauración, superando la lógica fragmentaria de los “usos sostenibles”. En un país donde la deforestación ha adquirido rasgos de colapso ecológico, esta redefinición es urgente: no hay sostenibilidad posible sin protección integral.
El ecologismo no propone un retroceso al pasado ni una negación del desarrollo, sino una nueva racionalidad que reconozca los límites biofísicos del territorio y subordine la economía a la vida. En ese horizonte, ampliar las áreas protegidas y declarar bosques protectores no es un gesto romántico ni conservacionista: es una estrategia de supervivencia nacional. De su aplicación dependerá que Argentina siga siendo una tierra habitable o se convierta en un territorio exhausto, condenado a la desertificación y al éxodo ambiental.
Conclusión: el bosque frente al individualismo radical
El negacionismo forestal anarcocapitalista se edifica sobre un individualismo extremo que coloca al propietario por encima del ecosistema y a la rentabilidad inmediata por encima de la supervivencia colectiva. Al negar la función social y ecológica del bosque, despoja al territorio de su sentido de bien común y rompe el hilo que lo une con las generaciones futuras.
Esa ceguera ideológica conduce a confundir la libertad con la licencia para destruir y la propiedad con un dominio absoluto sin responsabilidades. Pero los bosques nativos no son un obstáculo al desarrollo: constituyen la base material que lo hace posible. Defenderlos no es una opción ideológica ni sentimental; es una necesidad civilizatoria.
En última instancia, el anarcocapitalismo no escapa a la irrealidad en la que se ha sumergido la economía convencional: una economía que olvida que no puede haber crecimiento infinito en un planeta finito. Como advirtió Georgescu-Roegen, la economía solo tiene sentido si se ocupa de la especie humana que vive en sociedad dentro de un ambiente finito; de lo contrario, no es nada.
Frente al desmantelamiento institucional, al negacionismo y a la mercantilización de la naturaleza, defender los bosques nativos es defender el sentido mismo de lo común, y con ello, la posibilidad de un futuro habitable.
La dirigencia de todas las corrientes productivistas —y en particular, la dirigencia anarcocapitalista— debería comprender, como sostiene el Dr. Antonio Andaluz, que los bosques no son un recurso más: son la matriz viva que sostiene la conservación de todos los demás bienes naturales —el suelo, el agua, el aire, la flora, la fauna y la diversidad biológica— y garantiza el equilibrio de los ecosistemas locales, regionales y globales. En ellos se cifra la heredad natural de una nación, y su suerte determina, en última instancia, la suerte del país mismo. Cada decisión sobre los bosques y las tierras forestales es, por lo tanto, una decisión sobre el destino nacional.
Deberían advertir que, si hay algo más desgarrador que el exilio político en tierra ajena, es el exilio ambiental en la propia patria; si hay algo más doloroso que perder la patria a manos de una potencia extranjera, es verla devastada por la acción —o la indiferencia— de sus propios hijos.
¿Ante quién podrá reclamarse cuando el suelo ya no sustente la vida, los ecosistemas se hayan extinguido y la heredad nacional se haya vuelto estéril? ¿Qué será de la patria cuando ya no quede naturaleza que la sostenga?
Para el Dr. Andaluz, estos no son símbolos ni metáforas, sino hechos. Hechos que los decisores públicos deben asumir cuando definen el porvenir de los bosques. Porque el destino de los bosques no es una cuestión sectorial: es una cuestión civilizatoria. En su conservación o en su destrucción se juega el modelo de país que somos capaces de imaginar.
Si la política forestal ha de tener algún sentido, no puede limitarse a regular aprovechamientos ni a administrar daños. Debe restablecer el vínculo ético entre la sociedad y la naturaleza, y reconocer en los bosques el reflejo vivo de nuestra pertenencia a la Tierra. Solo una nueva conciencia ecológica, solidaria y antiproductivista podrá reconciliar el destino de los bosques con el destino de la Nación.
