Carlos Merenson
En las recientes elecciones parlamentarias en Argentina se impuso la alianza anarcocapitalista y neoliberal. Se trata de una nueva derecha que se presenta como una ruptura con la vieja política, que promete reeditar el viejo “sueño americano” del crecimiento sin límites, traducido al lenguaje local del “milagro argentino”. La consigna podría resumirse en una versión criolla del lema trumpista: “Make Argentina Great Again”.
Su fuerza no proviene de un análisis racional de la economía, sino de una promesa emocional de redención nacional: la ilusión de que la prosperidad está a la vuelta de la esquina si se libera la energía creadora del mercado y se eliminan los “obstáculos” del Estado. Como el sueño americano, el “sueño argentino” es una promesa de ascenso, grandeza y recompensa moral a los “productivos”, donde la desigualdad se convierte en virtud y el éxito individual en prueba de mérito.
Pero en un país dependiente, con base exportadora primarizada y límites ecológicos ya sobrepasados, ese sueño adquiere rasgos de delirio. Reproduce la mitología del progreso que asocia modernidad con abundancia y traslada al futuro una grandeza imposible en un planeta agotado. Es el relato de la revancha: la fantasía de “volver a ser potencia” —si es que alguna vez lo fuimos— sin preguntarse sobre qué cimientos materiales y energéticos podría sostenerse esa potencia.
En palabras del propio presidente Milei:
Si al equilibrio fiscal le sumamos las reformas que queremos llevar adelante, podríamos estar hablando de un crecimiento del 7 u 8 % anual de manera sostenida. En 10 años nos pareceríamos a países de altos ingresos, en 20 años estaríamos entre los más ricos del mundo y en 30 años estaríamos en el podio de las potencias mundiales.
Estas afirmaciones son económica, histórica y ecológicamente insostenibles. Históricamente, ninguna economía ha logrado crecer al 7 u 8 % anual durante tres décadas consecutivas sin agotar su base material o generar graves desigualdades internas. El caso más cercano es el de China, cuyo crecimiento promedio entre 1990 y 2010 superó incluso el 10 % anual, pero no fue sostenido de manera constante en los 30 años siguientes y trajo aparejados efectos colaterales significativos: sobreexplotación de recursos, contaminación masiva, pérdida de biodiversidad y fuertes desigualdades regionales e incluso sociales. Argentina, con una economía más pequeña, dependiente de materias primas y con límites ecológicos evidentes, no posee la capacidad estructural ni ambiental para sostener un ritmo semejante de crecimiento. La promesa de 7 u 8 % anual sostenido durante tres décadas constituye, por tanto, una utopía termodinámicamente imposible y socialmente insostenible, destinada más a seducir emocionalmente que a reflejar la realidad económica del país.
El “MAGA criollo” no es un despertar, sino una fuga hacia adelante, una mitología del crecimiento que niega la finitud y desplaza el conflicto social y ambiental hacia el futuro. Promete el paraíso inmediato para diferir la catástrofe. El desafío del ecologismo consiste en romper esa seducción, no mediante la culpa o el catastrofismo, sino revelando que el verdadero progreso consiste en aprender a vivir bien dentro de los límites del planeta, no en ignorarlos.
Más allá de la nueva derecha
Pero la situación en Argentina es más compleja que el triunfo de la nueva derecha. Los resultados electorales muestran que aproximadamente el 90 % del electorado vive dentro de un sueño colectivo productivista del que aún no quiere despertar. Parafraseando a Francisco “Chico” Whitaker, el ecologismo no libra una batalla del 99 % contra el 1 %, sino que encarna el 1 % que intenta despertar al 98 % restante para enfrentar la sinrazón del 1 % que dirige el sistema-mundo productivista. En ese sentido, los resultados electorales no solo expresan una correlación de fuerzas políticas, sino también una hegemonía cultural del imaginario productivista que modela deseos, aspiraciones y formas de vida.
¿De qué sueño —devenido en pesadilla— pretende despertar el ecologismo a las mayorías? Del sueño del crecimiento infinito en un planeta finito y del mito del progreso lineal que identifica bienestar con consumismo. Ese sueño, alimentado tanto por el mercado como por el Estado, ha generado una civilización que devora su base material y espiritual. El ecologismo no propone un retorno romántico al pasado, sino una ruptura con ese hechizo moderno que confunde el tener con el ser y el producir con el vivir. Pretende despertar una conciencia planetaria capaz de imaginar una prosperidad sin devastación y una libertad sin dominio.
La misma fe en el crecimiento
A primera vista, parecería difícil reunir bajo una misma lógica productivista a la nueva derecha anarcocapitalista y al progresismo neoextractivista. La primera destruye la industria nacional, el empleo y el consumo; la segunda los defiende. Pero esa diferencia pertenece al plano de las políticas, no al de los imaginarios. Ambas comparten la fe en el crecimiento como fuente de salvación.
El anarcocapitalismo no cuestiona el productivismo: lo privatiza. Destruye el aparato industrial local no por rechazar la lógica del crecimiento, sino para reemplazarla por una versión extrema del darwinismo de mercado. Exalta al individuo emprendedor como única medida de valor y traslada la producción del ámbito colectivo al terreno de la competencia total. En esa narrativa, los “productivos” son los triunfadores naturales y los “improductivos” deben desaparecer.
El progresismo neoextractivista, por su parte, estatiza el productivismo: mantiene la idea de que la justicia social depende del crecimiento material, aunque financie ese crecimiento mediante la explotación intensiva de la naturaleza. Uno promete libertad por desregulación, el otro equidad por redistribución, pero ambos orbitan alrededor del mismo sol: la creencia en la expansión económica como horizonte inevitable del progreso.
El desafío ecológico
Frente a esta hegemonía productivista, el ecologismo se encuentra en la posición paradójica de encarnar una minoría que advierte los límites del sistema. Su desafío no es solo político, sino cultural y pedagógico: reconstruir un imaginario de sentido más allá del crecimiento, proponer una ética del cuidado y de la suficiencia compartida, y volver a enlazar lo humano con lo vivo.
El 90 % del electorado no está simplemente “alejado” de las propuestas ecologistas: vive dentro de un sueño colectivo del que aún no quiere despertar.
Frente al cambio climático antropogénico; la degradación y pérdida de la biodiversidad; el agotamiento del modelo energético fosilista y la imparable concentración de la riqueza, la mayor parte de la gente debería preguntarse -tal como lo propone Riechmann- si casi todo lo que les han estado contando sobre progreso y bienestar es verdad. Si no las han estado engañando.
Pero también deberían preguntarse por qué, pese a disponer de la mejor información científica y técnica que revela -sin lugar a duda- que se marcha a una crisis ecosocial sin precedentes, la mayor parte de la gente se siguen comportando del mismo modo que si no lo supieran en absoluto. Deberían preguntarse si no se están autoengañando al imaginar que es posible mantener un crecimiento sin fin en un planeta finito, que no existen límites biofísicos y energéticos para nuestra presencia y actividad en el planeta o que exceder tales límites no traerá consigo trágicas consecuencias; si no resulta ilusorio pensar que incentivando la obsesiva búsqueda de ganancias, la competencia desenfrenada y la acumulación y concentración de la riqueza es como se pueden encontrar respuestas a la destrucción de los tejidos que sostienen la vida en el planeta.
El despertar ecológico no será el resultado de una iluminación instantánea, sino de una lenta toma de conciencia ante el agotamiento del mito del crecimiento. La verdadera batalla cultural de nuestro tiempo no enfrenta izquierda y derecha, sino entre la sinrazón productivista y la razón ecosocial.
