Cómo anarcocapitalismo, neoliberalismo y progresismo neoextractivista mantienen al país fuera del espacio seguro y justo

Carlos Merenson

El gran desafío ecosocial de nuestro tiempo consiste en construir un espacio donde la vida humana y la naturaleza puedan prosperar conjuntamente, un espacio ecológicamente seguro y socialmente justo. Esto significa garantizar que toda la población acceda a condiciones de vida dignas sin sobrepasar los límites que sostienen la estabilidad de los ecosistemas. Como plantea la economista Kate Raworth, se trata de habitar un ámbito definido por un piso social, que asegure derechos básicos, y un techo ecológico, que respete los límites biofísicos.

Son los elementos fundamentales para la vida que deberían estar garantizados para todas las personas los que estructuran el piso social: alimentación suficiente, agua limpia y saneamiento adecuado, acceso a la energía y a tecnologías domésticas seguras, educación, atención sanitaria, vivienda digna, trabajo decente, conectividad, participación y apoyo social. Este piso solo puede sostenerse dentro de un marco de equidad, justicia, participación política, igualdad de género y paz social.

El techo ecológico, por su parte, está definido por los límites biofísicos que marcan la capacidad de carga de los ecosistemas y que, al ser sobrepasados, comprometen la estabilidad del territorio y la continuidad de la vida. En el caso argentino, este techo se expresa en la necesidad de preservar el equilibrio climático, detener la pérdida de biodiversidad, proteger suelos, bosques, glaciares y humedales, garantizar un uso racional del agua dulce y reducir drásticamente la contaminación derivada del modelo productivo dominante. Respetar ese techo implica reconocer que el bienestar humano no puede fundarse en la degradación ambiental, y que cada sociedad debe organizar su economía dentro de los límites que le impone su propia ecología. Solo así será posible mantener un espacio donde la justicia social y la integridad ambiental coexistan como condiciones inseparables de una vida digna.

Cabe preguntarse, entonces, si entre las corrientes políticas mayoritarias de la Argentina existe alguna cuyo ideario permita construir ese espacio seguro y justo.

Por un lado, tenemos la alianza de derechas que hoy gobierna el país, liderada por Javier Milei para quien, la justicia social no es un ideal moral sino una aberración conceptual. La ha definido reiteradamente como “un robo”, “una inmoralidad” y “una violación del principio de igualdad ante la ley”, porque —según su lectura— implica quitarles a unos para darle a otros. En su concepción anarcocapitalista, toda forma de redistribución forzada constituye una agresión a la propiedad privada y una distorsión del orden natural del mercado. El Estado, en este esquema, no debe garantizar derechos colectivos ni corregir desigualdades, sino limitarse a proteger contratos, propiedad y moneda. La justicia, por tanto, se reduce a la no interferencia: que cada individuo reciba lo que el mercado le asigna de acuerdo con su productividad o su poder de intercambio.

Esta lectura no solo vacía de contenido social la idea de justicia, sino que niega su dimensión ecológica. En el marco mileísta, la naturaleza no posee derechos ni límites propios; es apenas un conjunto de recursos disponibles para la acumulación privada. La libertad económica, entendida como desregulación absoluta, se convierte así en licencia para destruir tanto el piso social —al degradar derechos laborales, salariales y servicios públicos— como el techo ecológico, al liberar sin control las fuerzas del extractivismo.

Esta visión mercantilista, choca frontalmente con la propuesta de construir un espacio seguro y justo en el que ninguna persona queda por debajo de un piso social de dignidad y ningún accionar del modelo de producción y consumo perfora el techo ecológico. Una propuesta en la que la justicia no se mide por la ausencia de intervención estatal, sino por la capacidad de una sociedad de garantizar condiciones de vida decentes dentro de los límites biofísicos disponibles.

Mientras Milei identifica la justicia social con la coerción, el ecologismo la concibe como cooperación organizada para sostener la vida. Y mientras el anarcocapitalismo persigue la libertad del capital frente a toda restricción, el ecologismo propone la libertad de las personas y de la naturaleza frente a toda forma de explotación.

El contraste es total: donde Milei ve “robo”, el ecologismo ve responsabilidad colectiva; donde Milei ve “distorsión del mercado”, el ecologismo reconoce condición de posibilidad de la vida.

Por otro lado, el campo nacional y popular, aunque históricamente asociado a la ampliación de derechos, la redistribución del ingreso y la inclusión social arrastra una herencia desarrollista que lo vuelve estructuralmente incapaz de garantizar un techo ecológico suficiente. Su imaginario productivista —heredero del industrialismo clásico y de la idea de progreso ilimitado— continúa midiendo el éxito en términos de crecimiento del PBI, expansión de la frontera productiva y acumulación de divisas, aun cuando ese modelo reproduce las mismas lógicas de desposesión que dice combatir.

En nombre de la justicia social y la soberanía económica, el pensamiento nacional y popular ha tendido a justificar la expansión del extractivismo, presentándolo como un mal necesario para financiar políticas redistributivas. Así, la renta sojera, la megaminería, el fracking o los nuevos proyectos de litio se inscriben en una narrativa de “desarrollo con inclusión” que, en los hechos, consolida la dependencia del país respecto de la exportación de naturaleza. Este patrón de acumulación refuerza el metabolismo económico colonial: los bienes naturales se extraen y exportan con bajo valor agregado, mientras los costos ecológicos y sociales quedan territorializados en comunidades locales que ven degradados sus entornos y modos de vida.

El resultado es una contradicción estructural: para sostener el piso social, se perfora el techo ecológico. El modelo redistributivo de inspiración keynesiana y el modelo liberal comparten, en última instancia, una misma premisa civilizatoria: la del crecimiento como condición de bienestar. Lo que los diferencia no es el metabolismo material, sino la forma de distribuir los excedentes que ese metabolismo genera. Pero, en un planeta finito y en un territorio ya saturado de pasivos ambientales, esa estrategia se vuelve autodestructiva.

El campo nacional y popular no ha logrado aún articular una alternativa postdesarrollista, capaz de pensar el bienestar más allá del crecimiento. Sin romper con el paradigma productivista, cualquier política de inclusión social seguirá sustentándose en la expoliación del territorio y en la subordinación de la naturaleza a las urgencias fiscales del Estado. En lugar de emancipar, se reitera así un ciclo de dependencia: del precio internacional de los commodities, del crédito externo, y de una matriz energética y tecnológica incompatible con la justicia ecológica.

Por ello, aunque el ideario nacional y popular haya defendido históricamente el piso social, su proyecto tropieza con los límites biofísicos del siglo XXI. No basta con redistribuir ingresos si al mismo tiempo se destruyen los bienes comunes que hacen posible la vida. El desafío es trascender el desarrollismo para concebir una revolución del cuidado y de la suficiencia, donde la soberanía no se mida por la capacidad de extraer más, sino por la capacidad de vivir mejor con menos, dentro de los límites ecológicos del país.

Para avanzar hacia una sociabilidad convivencial y un desarrollo verdaderamente sostenible, la Argentina necesita una reorientación estructural de su economía y su política:

  • Reorientar la economía hacia el bienestar y la suficiencia, no hacia la maximización de las ganancias.
  • Planificar ecológicamente el uso del territorio y regular con firmeza los recursos estratégicos: agua, suelos, biodiversidad y energía.
  • Garantizar el acceso universal a los servicios básicos y derechos fundamentales, asegurando que el piso social no dependa de la caridad del mercado.
  • Fortalecer la participación ciudadana, la cooperación y la ética del cuidado, base de toda gobernanza democrática y ecológica.
  • Integrar estas transformaciones dentro de una transición ecosocial democrática, que articule justicia social, límites ecológicos y soberanía de los pueblos como eje de un proyecto político sostenible y legítimo.

Sin estos cambios, cualquier intento de sostener la vida humana y la estabilidad de los ecosistemas será imposible. La alianza neoliberal-anarcocapitalista —y sus variantes “moderadas”— continuará reproduciendo desigualdad, vulnerabilidad y degradación ambiental, dejando a la Argentina fuera del espacio ecológicamente seguro y socialmente justo. Pero también el campo nacional y popular, mientras persista en su anacrónico desarrollismo y su dependencia del extractivismo como vía de progreso, seguirá atrapado en la misma lógica que erosiona los fundamentos ecológicos de la vida.

Ninguna de estas corrientes —ni la que sacrifica la justicia social en nombre del mercado, ni la que sacrifica la naturaleza en nombre del desarrollismo— puede conducirnos al espacio seguro y justo que nuestro tiempo exige. Solo una transición ecosocial democrática, que combine justicia distributiva, límites ecológicos y soberanía de los pueblos, podrá abrir el camino hacia un futuro donde el bienestar humano y la salud de los ecosistemas sean finalmente compatibles.