Carlos Merenson
En su reciente discurso ante la 80.ª Asamblea General de las Naciones Unidas, Donald Trump dedicó buena parte de sus palabras a ridiculizar las energías renovables y a descalificar el cambio climático como “el mayor engaño jamás perpetrado al mundo”. Su intervención no sorprende: se trata de la reedición de un negacionismo que protege a las corporaciones del petróleo, el gas y el carbón, y que desprecia tanto la ciencia como los pueblos más afectados por la crisis climática. Pero esta vez, su retórica muestra con crudeza lo que la ecología política denuncia desde hace décadas: el productivismo fósil se resiste a morir y lo hace atacando cualquier horizonte alternativo.
Una de las frases más icónicas del discurso de Trump: “Drill, baby, drill!”, encapsula con cruda claridad su visión sobre la energía y el crecimiento económico. No se trata de un simple eslogan: es un manifiesto resumido de la lógica del productivismo fósil, donde el único objetivo es extraer más petróleo, generar más ganancias y mantener en marcha un sistema que ignora los límites planetarios. Esa expresión, coloquial y burlona, revela la frivolidad con la que se trata un problema existencial: mientras los científicos advierten sobre el calentamiento global, Trump exhorta a incrementar la explotación de combustibles fósiles como si la Tierra fuese un pozo infinito y no un ecosistema finito, cada vez más alterado por la acción humana. “Drill, baby, drill!” no es solo una frase, es el símbolo de un negacionismo que convierte el planeta en un recurso a disposición del capital, burlándose de la ciencia y del futuro de las generaciones venideras.
Son estas posiciones de Trump y la Nueva Derecha las que he abordado detalladamente en: El cambio climático es otra de las mentiras del socialismo. Eppur si scalda; Presidente Milei: la ciencia y los datos no están del lado negacionista; y en Negacionismo ambiental anarcocapitalista.
Lejos de un exabrupto aislado, sus palabras condensan la estrategia global de quienes se benefician del saqueo de la naturaleza y de la desposesión de los pueblos. Trump no habló solo como expresidente de los Estados Unidos: habló como vocero de un sistema que prefiere incendiar el planeta antes que renunciar a la rentabilidad de los fósiles.
Trump ridiculizó a la energía solar y eólica como un “hazmerreír”, alegando que “no funcionan, son caras y no sirven para sostener la industria”. Se trata de una caricatura que ignora décadas de evidencia: hoy en muchas regiones las renovables son más baratas que el carbón y el gas. Pero que también ignora o prefiere ignorar que el verdadero costo oculto no está en los molinos de viento ni en los paneles solares, sino en el inmenso pasivo que deja el petróleo: enfermedades, contaminación y crisis climática.
Este tipo de negación no es nuevo. Exxon, ya en los años 70, sabía que sus emisiones provocarían un calentamiento global irreversible, y decidió ocultar esa información. Lo mismo hicieron la API, los Koch y think tanks como el Cato Institute: financiar campañas de desinformación para sembrar dudas. Trump retoma ese libreto: cuando llama “hazmerreír” a las renovables, no habla como estadista sino como eco de esas corporaciones fósiles.
Para Trump, la energía solo tiene sentido si “genera dinero” y no depende de subsidios. se trata de una visión en la que no existen fallas de mercado, todo puede mercantilizarse y el único criterio válido es la rentabilidad inmediata.
Pero la economía real no funciona así. Como advirtió Georgescu-Roegen, lo decisivo no es el dinero sino el flujo entrópico de materiales y energía. Un sistema puede enriquecerse en dólares y al mismo tiempo devorar las bases biofísicas que lo sostienen. Esa es la tragedia de nuestro tiempo: se contabilizan beneficios financieros, mientras se externalizan costos climáticos, sociales y ecológicos.
Trump celebró que Alemania haya retrocedido en su transición energética y reabierto centrales de carbón y nucleares. Lo presentó como un triunfo del realismo frente al supuesto “desastre” de la energía verde.
Ese argumento reproduce el chantaje productivista: si abandonamos los fósiles, llega la bancarrota. Para el ecologismo, en cambio, el verdadero colapso proviene de insistir en un crecimiento infinito en un planeta finito. No se trata de reemplazar carbón por molinos sin más, sino de transformar los patrones de consumo y de organización social. El “desastre” no fue Alemania ensayando renovables, sino el mundo entero atrapado en la dependencia fósil.
En otro pasaje, Trump acusó a China de ser el gran contaminador, de seguir expandiendo el carbón y de usar la “agenda verde” como arma contra Occidente. La maniobra es evidente: desplazar la responsabilidad histórica de Estados Unidos y Europa —los mayores emisores acumulados— hacia un enemigo externo.
No se trata de absolver a China, que ciertamente tiene una enorme huella ecológica, pero sí de reconocer que hoy es también el país que más invierte en renovables. La narrativa de Trump, al igual que la de muchos negacionistas corporativos, convierte la crisis climática en un campo de batalla geopolítico en lugar de una tarea de cooperación planetaria.
Al mismo tiempo, se invisibiliza que el estilo de vida estadounidense, con un consumo energético per cápita desproporcionado, sigue siendo mucho más insostenible que el promedio mundial.
Trump defendió las reservas petroleras del Mar del Norte como un “activo inmenso” y descalificó a los parques solares y eólicos por “robar tierras agrícolas”. Esta acusación a los paneles solares olvida que las petroleras han destruido ríos, suelos y comunidades enteras, en un colonialismo energético que decide qué paisajes merecen ser protegidos y cuáles pueden sacrificarse al dios del petróleo.
Trump llegó a decir que el cambio climático es “el mayor engaño jamás perpetrado”. Ridiculizó a la ONU y a los científicos que desde los años 80 alertan sobre catástrofes inminentes. Alegó que, como no se cumplieron al pie de la letra algunas proyecciones, todo era mentira.
Pero los informes del IPCC muestran lo contrario: la mayoría de las predicciones fueron conservadoras, y el calentamiento avanza más rápido de lo previsto. El cambio de “calentamiento global” a “cambio climático” no fue un truco semántico, sino el reconocimiento de que el problema no es solo el aumento de la temperatura media, sino la intensificación de fenómenos extremos.
Este negacionismo no es ingenuo. Es la misma estrategia que usaron Exxon, el ICE y tantos otros: sembrar dudas, relativizar, ganar tiempo para seguir extrayendo.
Un detalle revelador: en medio de su discurso energético, Trump se jactó de haber militarizado Washington para combatir el crimen y expulsar inmigrantes. ¿Qué tiene que ver la seguridad urbana con la energía? Todo.
El discurso vincula la defensa del modelo fósil con la retórica del orden, la represión y el enemigo interno. Como bien señalaron Gorz e Illich, la sociedad industrial produce no solo desechos materiales sino también “desechos humanos”: poblaciones descartadas, desplazadas o criminalizadas. Trump lo confirma: quien se oponga al orden fósil será tratado como amenaza.
El discurso de Trump no es solo una diatriba contra las renovables: es un manifiesto del capitalismo fósil. Bajo la apariencia de sentido común económico, encubre la defensa de corporaciones que lucran con la devastación climática.
La Ecología Política lo advierte con claridad: el verdadero engaño no es el cambio climático, sino el negacionismo que lo oculta. El fracaso no será alejarse del “verde”, como advierte Trump, sino persistir en un modelo energético suicida.
La verdadera soberanía no consiste en perforar más pozos, sino en garantizar que las generaciones futuras puedan habitar un planeta estable. Y la verdadera libertad no se mide en barriles de petróleo, sino en la capacidad de recuperar autonomía energética, justicia social y democracia ecológica.
En definitiva, podrán seguir negando, podrán repetir que el cambio climático es un invento o un gran fraude, pero la realidad no se modifica por decreto ni por discursos en la ONU: cuando un hecho es verídico, lo seguirá siendo. Frente a la prédica criminal del negacionismo sobre el calentamiento global de origen humano, hagamos valer la abrumadora evidencia científica y la experiencia cotidiana de los pueblos que ya sufren sus impactos. Y si aun así no bastara, a la manera de Galileo murmuremos: Eppur si scalda —“y, sin embargo, se calienta”—. Porque de lo que se trata es de seguir luchando, con la razón, la memoria y la vida misma como argumentos irrefutables contra el colapso.
