Carlos Merenson

En la historia reciente de América Latina, la noción de superávit fiscal ha sido investida de un aura moral: orden frente al desorden, disciplina frente al despilfarro, virtud frente al vicio. Tal construcción discursiva —que Polanyi llamaría un intento de “desincrustar” las finanzas públicas de la trama social— se traduce en políticas económicas que privilegian la aritmética fiscal sobre las necesidades colectivas.

La clave está en entender el superávit no como un resultado técnico, sino como un fetiche contable: una cifra convertida en símbolo de pureza económica y señal de confianza para acreedores e inversores internacionales. En este marco, cualquier déficit aparece como amenaza a la estabilidad y como expresión de irresponsabilidad política. Lo que se pierde de vista es que el equilibrio de las cuentas públicas carece de sentido si se alcanza al precio de un desequilibrio mayor: la degradación de la cohesión social y de los ecosistemas que sostienen la vida.

Superávit fiscal: resultado económico o principio moral

En la teoría económica, el saldo fiscal es simplemente un indicador del balance entre ingresos y gastos del Estado. Puede ser positivo, negativo o neutro según el ciclo económico, las prioridades sociales y la disponibilidad de financiamiento. Sin embargo, bajo el influjo del neoliberalismo y, más recientemente, de los discursos libertarios, el superávit ha pasado de ser una herramienta flexible de política económica a convertirse en un principio moral absoluto.

Como bien señala Georgescu-Roegen, cuando las categorías económicas se absolutizan, terminan perdiendo de vista la entropía material que las condiciona. La obsesión con el superávit fiscal funciona del mismo modo: ignora que la economía se sostiene sobre una base biofísica finita y que la reducción del gasto público suele compensarse con un aumento de la presión extractiva sobre los bienes comunes.

El costo oculto: déficit ecosocial

El relato superavitario se presenta como garantía de estabilidad. Pero detrás del número positivo se oculta un déficit silencioso: el déficit ecosocial. Este se manifiesta en tres dimensiones interrelacionadas:

  1. Social: el ajuste fiscal implica recortes en salud, educación, vivienda, infraestructura y políticas sociales, ampliando las brechas de pobreza y desigualdad.
  2. Económica-productiva: la contracción del gasto público limita la inversión en innovación, transición energética y desarrollo territorial, reforzando la dependencia de exportaciones primarias.
  3. Ecológica: para compensar ingresos, se intensifica el extractivismo, se desregulan controles ambientales y se mercantilizan bienes comunes como agua, bosques o minerales.

Imaginemos una economía familiar: los ingresos alcanzan para que, a fin de mes, siempre quede un pequeño excedente. En apariencia, esa familia sería “responsable” porque nunca gasta más de lo que gana. Sin embargo, en esa misma casa el techo se filtra, las paredes se agrietan y los hijos abandonan los estudios por falta de apoyo. El superávit doméstico se logra sacrificando la reparación de la vivienda y el bienestar de sus miembros. La metáfora es clara: un Estado que presume de superávit fiscal mientras se desmoronan sus servicios públicos y se degrada su base natural, no está construyendo solidez, sino hipotecando el futuro en nombre de un saldo contable.

Así, lo que se exhibe como equilibrio fiscal es en realidad desequilibrio estructural: se preserva el flujo financiero de corto plazo a costa de degradar las condiciones materiales de mediano y largo plazo.

Déficit en el Norte global: ¿contradicción o hipocresía?

Uno de los argumentos más contundentes contra la sacralización del superávit fiscal proviene de la comparación internacional. Las principales economías desarrolladas del mundo mantienen déficits fiscales crónicos, en algunos casos de magnitudes históricas, sin que ello haya implicado su colapso económico ni su marginación de los circuitos financieros globales.

Estados Unidos acumula déficits fiscales recurrentes desde hace décadas y ha elevado su deuda pública por encima del 120% del PBI sin que ello impida su liderazgo financiero, científico y militar. La Unión Europea, tras la crisis de 2008 y más aún luego de la pandemia de COVID-19, flexibilizó sus reglas de disciplina fiscal y permitió déficits elevados en casi todos sus Estados miembros, priorizando la reactivación económica y las inversiones verdes. Japón, por su parte, sostiene una deuda pública superior al 250% del PBI desde hace años, sin que su sociedad haya colapsado ni haya perdido competitividad tecnológica.

Estos casos muestran que el déficit, lejos de ser un signo de “desorden” o “irresponsabilidad”, puede ser una herramienta legítima de política pública cuando se orienta a sostener el empleo, la innovación, la infraestructura o la transición ecológica. Paradójicamente, son los mismos organismos internacionales y centros de poder que toleran o legitiman estos déficits en el Norte quienes exigen superávits estrictos a los países del Sur, imponiendo así una doble vara que consolida la dependencia y limita el margen de acción soberana.

La evidencia internacional confirma entonces que superávit no es sinónimo de desarrollo, ni déficit es necesariamente sinónimo de crisis. Lo decisivo es el uso que se hace del financiamiento público: si se orienta a reproducir la dependencia extractivista y el pago de deuda externa, o si se invierte en fortalecer las capacidades sociales, productivas y ambientales de una nación.

Superávit y crisis: lecciones históricas

El superávit fiscal suele presentarse como un blindaje frente a las crisis. Sin embargo, la experiencia histórica muestra que un saldo positivo en las cuentas públicas no garantiza estabilidad ni desarrollo sostenido. En diversos casos, la obsesión superavitaria se tradujo en vulnerabilidades ocultas que terminaron desembocando en colapsos económicos y sociales.

  • Argentina (1999–2000): durante la etapa final de la convertibilidad, el país alcanzó superávit primario. Sin embargo, la combinación de austeridad, recesión y endeudamiento creciente condujo al estallido del 2001. El superávit se reveló como un espejismo que encubría la inviabilidad del modelo.
  • España (2005–2007): registró superávit fiscal en pleno auge inmobiliario. Ese equilibrio descansaba en ingresos extraordinarios provenientes de la burbuja, que al estallar derivó en déficit profundo, desempleo masivo y crisis financiera.
  • Chile (2007–2008): aplicó una regla de superávit estructural y acumuló fondos gracias al cobre. Sin embargo, el énfasis en la disciplina fiscal impidió inversiones estratégicas en diversificación y cohesión social. La crisis global de 2008 obligó a usar rápidamente esos fondos, mostrando que el superávit no blindaba frente a shocks externos.
  • Alemania (2014–2019): con la política del Schwarze Null (déficit cero), encadenó varios años de superávit. Pero la falta de inversión en infraestructura y transición energética debilitó su resiliencia. La crisis energética tras la guerra en Ucrania reveló las fragilidades de esa ortodoxia.

Estos casos confirman que el superávit, lejos de ser sinónimo de fortaleza, puede esconder desequilibrios estructurales: recesión interna, dependencia de burbujas especulativas, falta de inversión estratégica o excesiva exposición a shocks externos. En otras palabras, el superávit puede ser la antesala de la crisis si se convierte en fin en sí mismo y no en herramienta subordinada a un proyecto de desarrollo sostenible.

Fundamentalismo fiscal y extractivismo

El superávit, convertido en meta política incuestionable, habilita un discurso de “inevitabilidad”: el ajuste no sería una decisión, sino un deber. Como advierte Latouche, este tipo de imperativos morales del crecimiento (o, en este caso, del ahorro estatal) funciona como justificación ideológica de políticas que, de otra manera, serían socialmente inaceptables.

En el caso argentino, la ecuación es clara:

  • Para mantener la confianza de los acreedores y organismos financieros internacionales, se refuerza la austeridad fiscal.
  • Para compensar la caída de ingresos tributarios y sostener el superávit, se acelera la explotación de recursos naturales (agronegocio, minería, hidrocarburos no convencionales).
  • Para legitimar este proceso, se criminaliza el déficit y se sacraliza la idea de que el Estado debe “vivir con lo suyo”.

El resultado es un doble sacrificio: de derechos sociales y de bienes naturales, ambos en el altar del dogma superavitario.

Hacia una nueva noción de responsabilidad fiscal

Es importante aclarar que alcanzar un equilibrio positivo en las cuentas públicas puede ser, en sí mismo, un objetivo deseable. Un Estado que logra financiarse de manera sólida, reduciendo su vulnerabilidad externa y generando márgenes de autonomía, puede ganar capacidad de acción estratégica. Sin embargo, no todo superávit es virtuoso: resulta inadmisible considerar “responsable” un excedente fiscal que se obtiene al precio de un monumental déficit ecosocial. Si el saldo positivo de las cuentas del Tesoro descansa sobre el recorte de derechos, la precarización de servicios esenciales o la depredación de bienes comunes, el supuesto orden económico se convierte en desorden social y ecológico. En tal caso, el superávit no es signo de fortaleza, sino un espejismo que posterga y agrava los desequilibrios de fondo.

Frente a este panorama, urge repensar qué entendemos por “seriedad fiscal”. La responsabilidad no puede medirse únicamente en términos contables. Siguiendo a Daly, una verdadera política responsable debe integrar las tres esferas de la sostenibilidad: económica, social y ambiental.

En este sentido, la evaluación del saldo fiscal debería considerar:

  • Impacto social: cómo afecta la distribución del ingreso, el acceso a derechos y la cohesión territorial.
  • Impacto ambiental: cómo influye en el uso de recursos naturales, la transición energética y la preservación de ecosistemas.
  • Impacto intertemporal: cómo condiciona el bienestar de generaciones futuras.

Solo un enfoque que articule estas dimensiones puede reclamar la legitimidad de la “responsabilidad fiscal”. Todo lo demás no es más que fundamentalismo contable.

Conclusión

El superávit fiscal, lejos de ser una panacea, se ha transformado en un dogma que subordina la política económica a una lógica de sacrificio perpetuo. En nombre del equilibrio financiero, se profundiza el desequilibrio ecosocial. La obsesión superavitaria constituye una ecuación suicida: garantiza la calma de los acreedores internacionales al precio de hipotecar el presente y el futuro de las mayorías sociales y de la naturaleza.

La verdadera responsabilidad fiscal debe redefinirse a partir de criterios de sostenibilidad integral, en los que la contabilidad pública no sea un fin en sí mismo, sino un medio al servicio de la vida, la equidad y el cuidado de la casa común.