Carlos Merenson

RESUMEN

Se analiza críticamente la evolución de la conceptualización humana en el capitalismo, destacando tres figuras principales: el Homo economicus, un ser abstracto motivado por el interés propio; el Hombre de Davos, una élite global enfocada en el crecimiento financiero; y el Homo productivista, la encarnación más concreta de la civilización industrial, obsesionado con la producción, el consumo y la acumulación. Se exploran las creencias fundamentales del Homo productivista, como la tecnolatría, la mercadolatría, el crecimientismo, el consumismo y la competencia desenfrenada, que lo impulsan hacia el colapso ecosocial al ignorar los límites planetarios. Finalmente, frente a la hybris del Homo productivista se introduce la figura del Homo ecologicus como una némesis urgente y necesaria, un arquetipo centrado en la justicia ecosocial, el respeto por la naturaleza, la cooperación y la suficiencia, proponiendo un camino hacia una transición civilizatoria sostenible.


Introducción

En la larga genealogía de las construcciones culturales que han acompañado a la modernidad capitalista, encontramos tres figuras que sintetizan, de manera distinta, la relación entre el ser humano, la economía y la naturaleza.

El primero de ellos es el Homo economicus, criatura abstracta diseñada por la teoría económica clásica y neoclásica. Se trata de un individuo racional y calculador, movido exclusivamente por el interés propio y por la maximización de beneficios. Este arquetipo reduccionista ha servido durante siglos como fundamento de modelos económicos que legitiman el egoísmo como motor del progreso.

En segundo lugar, aparece el Hombre de Davos, especie mucho más reciente, nacida al calor de la globalización neoliberal. Se trata de un sujeto cosmopolita, desconectado de territorios concretos, convencido de que crecimiento y financiarización son su único horizonte. Cada enero, en el Foro Económico Mundial, estas élites presumen de diseñar el futuro de la humanidad desde los Alpes suizos, sin considerar los límites ecológicos y sociales de sus decisiones.

Sin embargo, ninguna de estas figuras explica con tanta precisión la cotidianidad de la civilización industrial como el Homo productivista. A diferencia del Homo economicus —ficción teórica— o del Hombre de Davos —caricatura de élite global—, el Homo productivista es un tipo histórico-cultural concreto, una auténtica criatura del Antropoceno. Vive y se organiza bajo un credo invisible que atraviesa su trabajo, su consumo, sus relaciones y hasta su manera de percibir el tiempo. Su fe se deposita en la tecnología como panacea, en el mercado como árbitro supremo, en el crecimiento como destino ineludible y en la competencia como virtud universal.

Si los paleontólogos describieran al Homo productivista, probablemente lo retratarían como un homínido que ha hecho del producir-consumir-acumular su modo de supervivencia, con el agravante de que este comportamiento, lejos de asegurar la continuidad de la especie, conduce al colapso ecosocial. Es, en suma, la expresión más depurada del imaginario productivista, encarnada en millones de sujetos que, con sus hábitos, reproducen el sistema que los asfixia.

Radiografía del Homo productivista

El Homo productivista no es solamente un actor económico ni un engranaje del aparato industrial: es una forma de ser, un modo de habitar el mundo y de relacionarse con la naturaleza y con los otros. Su comportamiento está sostenido por un sistema de creencias profundamente arraigado, que opera como un credo invisible y omnipresente. No surge de elecciones libres o individuales, sino de una matriz cultural que lo condiciona y lo impulsa.

Para el Homo productivista, cada innovación tecnológica representa una promesa de salvación y progreso. Nunca duda de que la técnica resolverá los problemas que ella misma genera: más contaminación exige más tecnología de mitigación; más escasez de recursos demanda nuevas técnicas de extracción. Así, la tecnolatría justifica la intensificación de la explotación de la naturaleza y el avance ilimitado de los mercados, bajo la ilusión de que no existen límites insalvables.

Confía ciegamente en la capacidad del mercado para asignar recursos, distribuir bienestar y regular incluso los bienes esenciales de la vida. Agua, aire, bosques o biodiversidad son mercantilizados bajo la premisa de que su precio reflejará su valor real. De este modo, la mercadolatría convierte a la naturaleza en mercancía y legitima su apropiación por quienes poseen mayor poder adquisitivo.

Su brújula vital es el aumento constante: más producción, más consumo, más riqueza. El crecimiento ilimitado aparece como sinónimo de progreso y bienestar, mientras la finitud de los ecosistemas es ignorada. La naturaleza es percibida como un almacén inagotable, siempre disponible para ser transformada, controlada y explotada.

En su vida social, la competencia es norma. La cooperación y los vínculos comunitarios quedan relegados frente a la lógica del rendimiento individual. El éxito personal se mide en productividad y acumulación, mientras los costos sociales y ecológicos se externalizan y permanecen invisibles.

Este credo se refuerza a través de bucles de retroalimentación: la tecnolatría impulsa nuevas formas de extracción, la mercadolatría las legitima, el crecimiento ilimitado las naturaliza, y la competencia individual las convierte en deseo y aspiración social. La maquinaria se sostiene con publicidad, deuda, infraestructura y un aparato institucional que premia lo inmediato y castiga la precaución.

Su visión del tiempo es lineal, acelerada y cortoplacista. El futuro es apenas una promesa tecnológica que permite posponer las crisis presentes. Las externalidades se relegan a generaciones futuras con la convicción de que “ya aparecerá” una solución. Este presentismo acelerado, sin embargo, choca con los tiempos largos de la biosfera: ciclos de suelos, regeneración de bosques, evolución climática. La asincronía temporal entre economía y ecología agudiza las crisis y convierte en irreversibles muchos de sus impactos.

En conjunto, estas creencias configuran un sujeto funcional al sistema. El Homo productivista es la personificación de la lógica productivista, su pieza clave y su guardián inconsciente. Vive atrapado en una red de certezas que lo impulsan a seguir corriendo hacia adelante, aunque la dirección sea el abismo. Esa ceguera es sostenida por mecanismos culturales (publicidad, educación orientada a la competitividad), institucionales (contabilidad que ignora capital natural, ciclos electorales cortos), y psicológicos (sesgo al presente, miedo al cambio). Desmantelar estas certezas exige transformaciones educativas, regulatorias y culturales que reinstalen la cooperación, el cuidado y la precaución como principios rectores.

Hacia otros horizontes humanos

El Homo productivista encarna el núcleo del sistema productivista. No es una caricatura ni una figura abstracta: es el sujeto real que sostiene, reproduce y normaliza una civilización que ha hecho del crecimiento ilimitado su principio rector y de la destrucción ecológica su consecuencia inevitable.

En su parábola sobre los juegos finitos e infinitos, James P. Carse contrasta la vida material con la espiritual. Siguiendo su lógica, podemos afirmar que las élites económicas —con la indispensable cooperación de gran parte de la dirigencia política y de la tecnoburocracia funcional a sus intereses— han convocado al Homo productivista a jugar un juego en el que el desenlace final es la autoaniquilación. El sistema que prometía sostener a los jugadores termina destruyendo a quienes confiaron en él. La competencia, el miedo y las armas son parte de su equipamiento, mientras que el consumo ilimitado es alentado como norma: en este juego, el valor de cada individuo depende únicamente de cuánto posee.

Alienados por el delirio de la expansión sin límites, los jugadores participan febrilmente sin advertir que esos límites existen, y que al ser franqueados ya es demasiado tarde. Como los héroes de la tragedia griega, sólo descubren que han caído en la hybris cuando se enfrentan con su némesis.

Homo ecologicus: la némesis necesaria

Hoy no cabe duda: el Homo productivista está en hybris. Frente a él, sin embargo, emergen nuevas formas de vida y pensamiento que se oponen radicalmente a la lógica del crecimiento ilimitado, de la competencia feroz y de la tecnolatría. A modo de némesis comienza a desplegarse lo que podemos llamar el Homo ecologicus: un arquetipo centrado en la relación equilibrada con la naturaleza; orientado hacia la cooperación social y comunitaria; basado en la suficiencia, el consumo responsable y la satisfacción de necesidades reales.

Esta némesis no es un castigo externo, sino una corrección sistémica imprescindible. Como en la mitología, la némesis actúa frente al exceso desmesurado: aquí, frente a la hybris del productivismo. El Homo ecologicus introduce una contra-lógica que revaloriza los límites, la interdependencia y los tiempos largos de la biosfera.

Este arquetipo no es mera especulación: encarna modelos de conducta y valores que promueven la convivencialidad, la sostenibilidad y la resiliencia. Reconoce la interdependencia radical con la biosfera, prioriza la equidad y asume la sobriedad como virtud vital. Es todavía incipiente, germinal, pero señala el horizonte de una transición civilizatoria imprescindible.

Identificar los rasgos del Homo productivista no es sólo un ejercicio crítico: es también abrir camino a la alternativa que ya pugna por nacer.

Principios fundamentales del Homo ecologicus:

  • Respeto por los límites biofísicos
  • Conservación y regeneración de ecosistemas
  • Comprensión de los ciclos naturales
  • Solidaridad y cooperación
  • Participación comunitaria
  • Equidad y justicia social
  • Suficiencia frente al exceso
  • Consumo responsable y racional
  • Revalorización de necesidades sobre deseos inducidos

Modo de ser y relación con economía, sociedad y naturaleza:

  • Economía orientada a sostenibilidad, colaboración y mutualismo, de escala humana y enfocada en necesidades reales.
  • Sociedad cohesionada y resiliente, conectada a sus entornos locales y capaz de articular redes globales de solidaridad.
  • Naturaleza entendida como sistema vivo a proteger y regenerar, utilizada sin exceder límites y gestionada colectivamente como bien común.

El modo de vida del Homo ecologicus reduce la presión sobre los límites planetarios, evitando la sobreexplotación, promoviendo regeneración de ecosistemas y consumo consciente. Fortalece la resiliencia social mediante la creación de redes de cooperación, solidaridad y apoyo mutuo que permiten enfrentar crisis colectivas.

Propone nuevos valores y métricas de éxito. Para él, el éxito ya no se mide por producción o acumulación, sino por calidad de vida, salud social y ecológica, sostenibilidad y justicia. Incorpora una ética del cuidado temporal, capaz de atender a las generaciones presentes y futuras, a los ciclos ecológicos y a la necesidad de desacelerar el tiempo social.

En suma, el Homo ecologicus representa una contra-lógica frente al Homo productivista, representa la razón ecosocial frente a la sinrazón productivista. Ofrece una vía concreta para prevenir colapsos ecosociales, reconstruir resiliencia y redefinir progreso más allá de la productividad y la acumulación.